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Mala mente
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Mala mente

Actualizado 04/02/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Rosalía es una cantante española que el año pasado ganó en los Grammy Latinos más premios por un solo trabajo que ninguna otra. Puede gustar o no, pero está claro que es un fenómeno del espectáculo. Es catalana, nacida en 1993 en San Esteve Sesrovires. De claros ascendientes andaluces, da una nueva vuelta al flamenco a través del cedazo de la música urbana suavizada por la brisa mediterránea.

Como era de esperar, se ha convertido en la actuación de la que más se habla de entre las que compusieron esa larga Gala de los Goya de este pasado sábado. Para quien no lo sepa, en ella se premia al cine español -y también, levemente, al latinoamericano-. Se suele hablar mucho de política, se reivindica a la mujer -lo cual también es hablar de política- y se procura entretener al personal que, no sin mucha efusión, tiene la paciencia de aguantar el largo rato en que los profesionales del cine, unos más conocidos y otros menos, se miran bastante los ombligos -unos más cubiertos que otros-.

Es la ocasión nacional más reluciente para imitar aquello que tanto se envidia de Hollywood y que, con algún éxito que otro, se consigue imitar. Pero el glamour no se replica con tanta facilidad y por eso no es raro que lo que resulte sea cutrerío. Estoy hablando sin señalar, porque cada cual tiene sus gustos y para eso están los colores.

Y ahí estaba el rojo, cubriendo el escenario. Porque la que cubría el escenario entero era Rosalía, con un coro operístico de fondo, colocado como si fueran a iniciar el coro de los esclavos judíos de Nabucco, entre tinieblas -también rojas por supuesto-.

Nada cutre, por cierto, lo que el orfeón empezó fue una hermosa armonía en la que luego se alzó la voz peculiar de esta cantante que añadió su cuerpo al servicio de una magnífica escena teatral, en la que los quiebros del Sur se entremezclaban hipnóticamente con las consonancias del conjunto. Todo ello llenó el escenario y yo diría que la gala entera.

Por mi parte me fui satisfecho y no hubo más nada. Ya me enteré en diferido de quién había ganado tales premios y quien había quedado defraudado por tales otros. Y entre los defraudados me di cuenta luego por los periódicos que los hay también por el atrevimiento de versionar una conocida y antigua canción de Los Chunguitos, que ya era un puro poema.

Suelo decir, desde el atrevimiento propio, que, si no se va a mejorar el original, más vale no hacer versiones. Nos quedamos con lo auténtico. Lo he dicho muchas veces. Y hoy lo han dicho otros, que se las dan de puristas y opinan que no es versionable el original de la gloria bendita.

Entre ellos una asociación que pretende ser la guardiana de las esencias de la pureza gitana, como si esas fueran intocables e inamovibles. Por ello acusan a nuestra protagonista nada menos que de "desgitanar" a los Chunguitos. Tal vez nos sorprenderán en los próximos días y alegarán también problemas de "desgitanización" a Liszt, a Brahms o a Bartók, o a cualquiera que como ellos tomó parte de esas esencias para hacer arte.

No renuncio a las zambombás jerezanas, ni a la hondura de Camarón, ni a los magistrales rasgueos de Sabicas, ni a la emoción de Paco de Lucía -que sin saberlo yo, hasta vivió y "encontró un espacio donde soñar" en mi propio pueblo-. Pero el arte es libre, y desde mi dolorida conciencia, no puedo más que confesar que esa recreación de Rosalía fue un bálsamo que embelesó mi mala mente.

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