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Actualizado 07/01/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Ese año había pasado la Navidad en Estados Unidos. Bueno, en realidad desde antes de Halloween hasta el mes de febrero, con todo lo que ello conlleva: también Acción de Gracias, fin de semestre, fin de año... Estoy hablando, por cierto, de 1990. Uno de esos inviernos fríos del Medio Oeste de los que se informa a tanto alzado en los noticieros, sin mayor detalle y con imágenes genéricas de inmensas nevadas, de coches cubiertos y de blancura helada por doquier. Veinticinco grados bajo cero.

No, no me habían enviado mis padres a aprender inglés. Ya se me había pasado la edad para eso. Estaba buscando material valioso para mi investigación sobre los procesos colectivos, de justa fama en aquel país bajo el nombre de Class Actions. Quien me mandó fue mi maestra, Carmina Calvo, y el Ministerio de Educación de entonces, que a la beca de investigación adjuntaba la posibilidad de unas ayudas anuales para estancias de tres meses en algún lugar oportuno. Mis compañeros solían ir a algunos países de Europa, y por eso yo era escéptico acerca de la financiación para ese largo viaje. Pero no, ningún problema.

Allí fue como verme como metido en lo que ahora llamaríamos una comedia de situación (una sit com), pero sin subtítulos. Mi inglés era inversamente proporcional a mi atrevimiento, con el aderezo de los nervios por el primer viaje transoceánico. Para empezar, ni entendí cuando en Nueva York me preguntaron que si quería ventana o pasillo en el avión de enlace. Menos mal de un alma caritativa, un médico madrileño que iba a Minnesota, al que debí dar lástima, y me hizo de inestimable traductor en esos primeros trances. Luego la inmersión empezó a hacer sus efectos. Pero no se me olvida, en las comidas y las cenas de la residencia universitaria, que me sentía insertado en una de esas series juveniles, y que no era nada fácil adaptar el oído y seguir las conversaciones. Siempre más sencillo entender a los extranjeros: portugueses, franceses, alemanes, rusos, camboyanos, coreanos e incluso chinos -estos últimos con peor nivel que yo-. Inevitable juntarme más con los hispanohablantes: mexicanos, paraguayos, costarricenses?

Allí fue cuando vi por primera vez una serie de moda, en España aún totalmente desconocida, y que allí reunía con puntualidad suiza a todos los colegiales, con auténtico fervor por ver los capítulos diarios en prime time. Me refiero nada menos que a Los Simpson, que todavía tardaría un tiempo en recalar en nuestra televisión y mostrarnos una profusa e inteligente sátira de la sociedad norteamericana. Esa sociedad que tenía ya en esos tiempos a soldados en el Golfo Pérsico. Justamente en la librería de la Universidad se vendían mapas para que mis compañeros localizaran dónde se situaban Kuwait e Iraq. Y los árboles de los jardines de enfrente de las residencias estaban adornados con cintas amarillas, porque esos soldados eran estudiantes de esas mismas residencias que habían sido llamados a filas y así se les recordaba. En directo pude ver cómo el Presidente Bush padre anunciaba por televisión el inicio de la primera Guerra del Golfo.

Me quedó la sensación de que me debía haber quedado más tiempo, no tanto para terminar mi investigación que ya era suficientemente amplia, sino para afianzar más mi inglés y disfrutar de los amigos que ya había hecho durante ese tiempo. Recuerdo con nostalgia la despedida. Les había dejado en la puerta de entrada al pasillo mis señas postales. El correo electrónico entonces no era más que un rumor indefinido.

Mi letra no debió ser del todo clara y, desde luego, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países de más al sur, en los Estados Unidos la Universidad de Salamanca era una gran desconocida. Digo esto, porque me pasaron dos cosas a las que aún no he encontrado explicación. La primera fue que las medidas de seguridad se habían extremado por la guerra -numerosos aviones comerciales habían sido reconvertidos en aviones militares para transportar soldados a la zona de conflicto- y en uno de los controles se me quedó una vieja cámara con lo que eran las fotos más entrañables. Es probable que no me crean si les digo que me llegó la cámara y tengo las fotos. Pero así es. La segunda no es menos admirable: una buena amiga norteamericana me escribió al poco una carta con otros cariñosos recuerdos, pero se ve que le venció la pereza y en lugar de copiar mi dirección completa, copió parte de ella y encima mal. Lorenzo Bujosa. Salatianca. Spain. Todavía me parece un sueño, pero esa carta me llegó puntualmente a la Facultad de Derecho en la que yo era un mero becario de investigación. De lo que estoy seguro es que en la era de la informática y las complicaciones burocráticas, ese envío ni hubiera traspasado nuestra frontera.

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