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Yo confieso
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Yo confieso

Actualizado 27/10/2018
Fructuoso Mangas

Es un viejo título repartido por libros, películas y artículos. Lo he escogido para una reflexión difícil, al menos para mí y creo que para cualquiera. Pero andando cada semana entre los pasos de la vida, de la ciudad y de la gente, de la economía, de la fe y de la política, no me queda otro remedio que acercarme lo mejor que pueda ? con rigor, sensibilidad y justicia, espero- a una cuestión extremadamente delicada por muchas razones. Para la que pido una lectura atenta y comprensiva.

Y confieso, lo primero, el dolor y la rabia que siento cada vez que sale un caso nuevo o se habla por décima vez del mismo abuso sexual como si fuera un suceso más. Pienso con enorme tristeza y pesar en las víctimas, sobre todo en las víctimas calladas, agobiadas y no escuchadas. Y pienso, con algo de desconcierto y bastante misericordia, en los culpables, impíos y abusadores, frustrados y sin duda atormentados con su pecado a rastras. Y pienso en la gente de alrededor, en los que eran testigos o sabedores y que en aquella época (importante esta precisión) hasta pensaron que era mejor callar. Y siento un inquietante y desconsolado desconsuelo. Y me da miedo y pudor escribir sobre esto, pero a la vez me parece necesario, justo y hasta sanador. Por eso, muy humildemente y aunque con reparos, lo hago. Ya antes escribí algo sobre esto con un título programático, al menos para mí, Tolerancia Cero y Misericordia Diez.

Y vuelvo a nombrar a las víctimas, a todas las víctimas, a las que han hablado y a la inmensa mayoría que aún no han hablado ni hablarán. No es fácil hablar y peor todavía de lo que el abusado no puede demostrar y peor todavía si tiene que denunciar a personas con autoridad, superiores, de la propia familia o pertenecientes al grupo de los más estimados y hasta queridos. Es muy violento y desgarrador denunciar a familiares, a veces muy cercanos, a amigos y conocidos dentro del círculo de mayor trato y estima, a superiores y/o profesores con ascendiente y buena fama, a cargos importantes dentro del espacio en el que la víctima se mueve como inferior con reverencia y respeto debidos. De hecho hay ambientes, de entre los citados, en los que apenas hay denuncias. Se comprende.

No hay estadísticas absolutamente fiables sobre esto en España, pero las fuentes, varias y variadas, que he consultado acaban coincidiendo en cifras cercanas, aunque no he logrado saber con seguridad ni las fuentes últimas, ni el nivel de la investigación ni el rigor fiable de las cifras; por eso, con salvedades, se puede aceptar que el 80/85% de los abusos sexuales a niños se dan en el entorno familiar tomado en sentido ligeramente amplio; el 10/15% en espacios académicos y/o de acogida social; un 3/3´50% en ambientes eclesiásticos como seminarios, colegios o parroquias, en su mayoría de hace más de veinte años. Queda un margen residual para algunos casos raros fuera de esos tres niveles y que pertenecen sobre todo a otras acciones criminales como secuestros o retenciones violentas.

Como de todo este tema se suele hablar a golpe de efecto inmediato y con poco rigor y casi nula documentación, bien está separar campos, depurar responsabilidades y delimitar la realidad de la que se habla para hacer un juicio más adecuado y más justo. Más de una vez el papa Francisco ha llamado la atención sobre estos porcentajes en otros países, pero normalmente los medios no recogen esas precisiones, ya se supone; sin embargo los datos están ahí y nadie los tiene en cuenta. Esto no rebaja en un ápice la culpa de los culpables, pero sitúa y revela el ámbito real del problema.

Incluso me atrevo a decir, pero sólo por conversaciones oídas y por artículos de periódicos (ya ven qué pobre base argumental tengo en esto), que buena parte de la población, si no casi toda, piensa que esta acción execrable, abominable y repugnante es casi exclusiva de miembros de la Iglesia católica, sobre todo sacerdotes y religiosos. Nada más falso, como se ve. Esta corrección estadística, repito, no rebaja la miseria ni la pena de cada acción, pero sí ayuda a presentar el problema en toda la amplitud que tiene y a juzgarlo con una especie de desgraciada y triste justicia distributiva. Y parece que nadie piensa, o no se atreve a decirlo, en los miles de niños que han sufrido abuso en otros medios sociales o familiares; en estas víctimas casi nadie piensa.

Y me gustaría acercarme a las razones concretas por las que en algunos países, desde Chile a Irlanda y desde EE.UU. hasta Australia, ha habido más denuncias y condenas, con mucha diferencia, pero me desagrada en extremo ese tema ni es de este espacio con sus ochocientas palabras de límite.

Y quizás, aparte del dolor de cada víctima, algo muy importante en mi caso. Reconozco a la Iglesia católica (o evangélica o luterana, etc? en otros países, que me da igual) pecadora en muchos de sus miembros, falta de la más elemental humanidad y muy infiel al Evangelio de su Fundador, Jesucristo, que predicó con la palabra y con la vida el amor sin límite, el valor inmenso de cada persona sobre todo si es pequeña y última, la justicia en todo y la verdad como cartel encima de la puerta y a la vista de todos. Nada de esto han hecho demasiadas gentes de Iglesia, ¡por cientos!, durante muchos años. Y cosa curiosa, desde la humildad de la fe esa sombra no me rebaja el afecto y el abrazo tanto a los pecadores como a la Iglesia que los acoge o debería acogerlos (aquí veo y delato una falta manifiesta de maternidad) como a pobres hijos queridos.

Confieso que siento piedad y misericordia por todos ellos, como por otra parte las siento sin excepción por cualquier malvado, criminal o pecador; y también algo de rabia ante la manipulación mediática y mucha decepción a la vista de una Iglesia tan infiel en los hechos por algunos de sus miembros más notables y tan torpe en sus reacciones ante ellos. Confieso las dos cosas y pido disculpas. Y declaro máximo respeto, grave petición de perdón y mucho afecto a cuantos han sido víctimas de todo esto. Y así llego ya a más de mil palabras. Basta, porque he rebasado con mucho el cupo habitual.

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