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Los eclipses
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Los eclipses

Actualizado 27/07/2018
Catalina García García-Herreros

Los eclipses | Imagen 1

Da vueltas pero solo le vemos un lado, en el otro qué habrá, no lo sabremos. Y, cuando pienso en ello, me parece triste, esa cara siempre oculta a nuestros ojos, al amor que, tantas veces, la mira. Una pelota suspendida de la nada por efecto de su giro, de su velocidad, por qué no se cae, solía preguntarle a mi madre y la miraba, arrobada, tratando de comprender su mecanismo, su misterio. Cualquiera de los dos, mecanismo o misterio, tenía el poder de dejarme con la boca abierta, despierta cuando todo ya dormía, cuando solo se escuchaba el silbido de la noche en sus ráfagas de viento y el brillo de esa bola, la luna, se metía a chorros por mi ventana del trópico, abierta de par en par.

Por qué no te duermes, preguntaba mi madre, cuando me descubría descalza y jugando a encajar los pies en el halo de luz que la luna metía en el centro de lo oscuro de la noche, pero yo no contestaba y mi madre, comprensiva, me dejaba a mi aire tratando de descubrir aquello que todavía me quedaba tan grande: la luna era una bola pesada que no se caía sobre la tierra y que daba vueltas de manera tal que solo podíamos ver, siempre, la misma cara, el mismo conejo pintado sobre su superficie. Mi madre me daba un beso en la frente y yo sentía ese nudo en la garganta, la tristeza, de tener que dormir en mitad de ese prodigio como quien pierde lo mejor de una película. Quería saber qué hacía la luna allí, tan pesada, tan redonda, tan brillante y sin caerse encima de nosotros, quería entender por qué si yo ponía mis pies en el haz que su luz dibujaba sobre el suelo quedaban, en un instante, por fuera, porque el haz se había movido, daba vueltas, ella y nosotros, dando vueltas, yo quería entender ese enigma de los cuerpos redondos que giran mucho antes, pero muchísimo antes, de que hubiéramos empezado a ser humanos nosotros, qué misterio.

También los dinosaurios la vieron. Con el mismo conejito pintado sobre su único rostro visible. «Hay tanta soledad en ese oro», dice Borges tal cual, con exactas palabras, hay tanta soledad, lo dice. Y dice después que «los largos siglos de la vigilia humana la han colmado de antiguo llanto» y me pide, Borges, que la mire, «mírala», dice que es mi espejo, «es tu espejo». Pero esto lo aprendí tiempo después. En aquellos días de mis pies pequeños, no veía yo en la luna una metáfora, la miraba como la miran los lobos, con ganas de aullar. Después supe que hubo unos que llegaron a ella con traje de buzo y la dejaron herida de huellas terrestres, ese sueño de llegar hasta allí y alcanzarla, qué suceso.

A veces, basta detener la prisa y mirar hacia arriba para encontrar el sentido de estar en el mundo. El hambre de querer entender el movimiento de esferas que giran sin que nadie les haya pedido, todavía, que por favor no se cansen. Allí, tan materiales y tan metafóricas, las esferas a veces se cruzan, las vueltas se les intersecan y, por ejemplo, la tierra se pone justo por delante en la línea que separa a la luna del sol y se lo tapa, le hace sombra. Empieza el eclipse. La luna, así, o no se ve o se ve roja hasta que la tierra le dice hasta luego, nos seguimos viendo y sigue, campante, su giro de traslación alrededor del sol a muchos kilómetros por hora, a tantísimos.

Han pasado los años y he aprendido, papel y lápiz en mano, las razones científicas de su estar allí, de su conejito, de su cara oculta, pero ha sido imposible dejarme de historias fantásticas y parar de mirarla como si fuera nueva, a esa bola, dando vueltas, me ha sido imposible dejar de encontrar, en su plato encendido, la sopa que abre el banquete del misterio del cosmos frente al que solo puedo aullar, como los lobos, y saberme pequeña ante lo enorme y lo rápido. Y derramar los ojos en las noches de eclipse, recordando que es verdad que todo gira y es tan mucho más grande que nosotros, sintiendo, a veces, ese susurro de brisa en la nuca que me dice que estoy, otra vez, estremecida, con el dedo meñique encharcado hasta el cuello en el halo de luna y temblando de amor y de belleza.

Salamanca, 27 de julio de 2018

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