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Los soles quietos
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Los soles quietos

Actualizado 22/06/2018
Catalina García García-Herreros

Los soles quietos | Imagen 1

Entonces llega el tiempo de volver a volar, de poner lo mínimo indispensable en la cajita de asas, de desnudar los pies, de aligerarse. El sol, esa nuestra estrella toda fusión que convierte el hidrógeno en helio a velocidad incandescente, decide alzarse más que nunca y mirar, con curiosidad, lo que sucede entre nosotros. Nos ve descalzos y, tal vez, dispuestos a desbrozar el camino. Después, nos regala toda la luz que puede durante muchas horas y pide que la guardemos, que memoricemos los días de calor que están a punto de clarear, que seamos buenos guardianes del fuego de vivir, esperanzados. El sol se queda quieto y el tiempo se abre a chorros como un patio con fuente y su claridad derramándose, cayendo, gota a gota, en las salpicaduras del helado. Y todo parece recobrar su desorden de marras: los despertadores se quedan dormidos, la siesta se tiende sobre la modorra que pide cerrar las ventanas para que el fresquito de la habitación no se encandile, el centelleo de las chispas de polvo, los segundos de arena detenida que no terminan de caer. Ese desorden de la hoguera que requiere, al mismo tiempo, vigor y sosiego.

Celebramos las danzas del sol y sus vuelcos y su estacionarse, porque son la medida del tiempo. No hay tiempo sin sol, aunque lo haya. Medimos los giros cuando decimos la hora, calculamos los bailes de cosas que brillan, el sol y la luna y también las estrellas, aunque en realidad sea nuestro barco, esta bola de agua y tierra, lo que más se mueve. Por eso tenemos los ritos, los días, los años, las noches, los ciclos, las fechas y aquellos calendarios de piedra que fueron dictados por Cronos antes de que otros tres dioses, sus hijos, su Zeus, su Hades, su Poseidón cara de mar, lo sacaran del trono, la historia de siempre, los ruedos, las vueltas, celebramos.

Nos ponemos los pasos que imitan los bailes del cielo y del fuego y, para desatascar la memoria de lo mucho pasado, escribimos las cosas de quemar en ese papelito sobre el que lloramos, pues se lleva lo que se nos va quedando atrás, ardiendo en los delirios de los soles quietos. Celebramos el tiempo porque no lo entendemos ¿qué es? ¿Por qué se lleva de nosotros lo que sentimos ayer, lo que dijimos ayer, lo que soñamos? Por qué nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos aunque diga el poeta que las oscuras golondrinas volverán. Por qué ninguno de nosotros encuentra, en el río de todos los días, el mismo río. Decimos hoy. Decimos solsticio. Decimos cómo pasa el tiempo, decimos «cada vez más rápido», porque hace casi nada que ya fue hace muchos años. Y entonces volvemos a tensar la hoguera, a despedir lo ido, a pedir deseos. Y empacamos las cosas del viaje, del cambio de aires, de la curiosidad a sus anchas, de la aventura que estrena los ojos en cada esquina nunca antes vista, en cada lugar en donde el mundo se agranda, otra vez, y nos deja boquiabiertos. Todo esto hay por descubrir: las tantas cosas. Las muchas lenguas distintas para hablar con acento, los trillones de pasos, los gestos. Y el calendario de piedra de aquellas mujeres aztecas o egipcias que ya contaban, cuando nada más contaba, los meses, los siglos, esa rueda de roca que sigue marcando los días de la danza del sol nuestra estrella aún tan joven, qué será de los años cuando el sol se nos canse y del río que siempre es distinto, quién estará para verlo.

Mientras tanto, otra vez es solsticio y la luz se derrama, contenida. Nos concede su fuego para saltarlo por encima, de ida y de vuelta tres veces como dicen las meigas que hagamos, con buenos augurios para volver a empezar el camino, el verano, con estos deditos saltando de dicha en el espacio abierto de la sandalia, con este sudor que nubla en los ojos el recuerdo de otro invierno, pasado. Los soles quietos que traen los días las noches más largos del curso de una vida se posan, a veintitrés grados y veintisiete minutos por encima del horizonte nos miran así, como queriendo decir que el tiempo no se detiene y que la vida es este pulso. Este. Nada más. Nada menos. Estos queridos soles detenidos que nos miran así, como avisando.

Cracovia, 22 de junio de 2018

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