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Lo tan pequeño
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Lo tan pequeño

Actualizado 01/06/2018
Catalina García García-Herreros

Lo tan pequeño | Imagen 1

Uno de los truenos entró por mi ventana aquel lunes de tormenta. Era mucho más que ruido, entró convertido en otra cosa y el cuerpo me empezó a temblar. Tuve, por un momento, la ilusión de haber sido transportada a otro escenario, ya no era yo quien escribía al lado de la ventana con vistas al río, sino otra que se tapaba los oídos y abría los ojos en el lugar equivocado, bajo un manto de nubes a punto de abrir la boca, otro trueno, nubes de medianoche a la hora de la merienda. Recordé aquellas historias sobre los agujeros de gusano, esas grietas del espacio-tiempo que te llevan hacia atrás, a otro pliegue en donde todavía no han sucedido estas cosas, pero supuse que era solo el mareo causado por el estruendo, y traté de mantener la calma. Entonces lo vi. Y también el reloj se me detuvo.

Volaba de rama en rama sujetándose del aire con la misma furia con la que el pelotón de agua lo empujaba hasta el suelo, él tomaba impulso y yo lo imaginaba contando uno dos tres ahora, y saliendo hacia la rama siguiente, con los ojitos cerrados y orientándose tan solo por la fuerza del instinto que le hacía de brújula, que le señalaba el lugar hasta donde tenía que llegar. Recuerdo haber pensado que quería encender las luces, recuerdo haber pasado apenas los ojos por encima de la escena del vuelo a contralluvia, recuerdo haber pensado, como si no fuera conmigo, qué pájaro tan loco, se va a ahogar. Recuerdo haber notado, en un instante, qué era lo que el pájaro quería y haberme quedado, entonces, suspendida entre la silla y el interruptor, abducida por el empeño de aquello de lo que solo puedo hablar si digo la palabra milagro, pese lo que pese.

En un árbol vecino, entre las ramas, estaba otro de los suyos, atenazado de tormenta, muy quieto, resbalando sin ser capaz de abrir las alas para no caerse. Y el primero, el que volaba contra la fuerza de la tempestad, pasaba de palo en palo, alzando su cuerpo diminuto contra el peso de mil impactos, para alcanzarlo. Le cantaba un trino que tal vez decía ya voy, no te caigas todavía, estoy haciendo más de lo imposible, él abría el pico para trinar, pero entonces rugía un trueno que ponía esas ínfulas de superpájaro por tierra. Y otra vez. Se sacudía las plumas quedaba despeinado y empezaba de nuevo, un Sísifo pequeño subiendo hasta la cumbre, arrastrando, su fardo de agua.

Las luces de mi habitación seguían apagadas y la tormenta empezaba a cobrar un color que daba miedo, con todos los vidrios cumpliendo su función transparente a duras penas, tiritando de viento y de intemperie. Pero yo no quería moverme de mi sitio. Aquel animal con alas me tenía subyugada por causa de su esfuerzo, estuve a punto de bajar y de salir a su encuentro para obligarlo a rendirse antes de que la tormenta le ganara. Con el último de sus impulsos, llegó. Alcanzó la rama de su amigo y se le puso muy cerca y empezó a picotearlo, suave, muy suave, era un mimo de pájaro, una mano en el hombro de pájaro, un ya estoy aquí compañero de pájaro, no te he dejado solo, ahora somos dos para volar contra la lluvia, un pico aquí, un pico allá, y poco a poco el más quieto cobraba conciencia, se sacudía él también todas las plumas, se dejaba hacer y se ovillaba. Así estuvieron un rato, dándose calor y compañía, haciendo caso omiso del diluvio, siendo dos y por lo tanto, más fuertes. Y esperé, prendida yo del aire que me separaba de ellos con los ojos tendidos hacia afuera para verlos volar. Pero no lo hicieron.

En un instante comprendí que se habían quedado quietos, mirándome. Sus ojos y los míos se abrían paso entre el laberinto de gotas y se encontraban allí, en algún punto intermedio entre mi realidad y la grieta, y, con un giro del sombrero de copa, era yo el pájaro aterido, atenazado de tiempo y de intemperie, en el centro de una lluvia con rugidos, esperando el contacto, el calor, la mano en el hombro o el abrazo o el roce, la mirada. Estaban a punto de volar hacia mí cuando paró la tormenta. Me habían visto sola, con toda la sal del miedo haciendo desierto en mi boca y me habían dicho, a coro, con sus trinos contentos, aquí estamos, ¿nos ves? Hemos venido. Después me eché a llorar un buen rato. También de belleza y de gratitud. Porque no es la primera vez que lo tan pequeño me salva.

Salamanca, 1 de junio de 2018

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