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Actualizado 19/05/2018
Ángel González Quesada

Tal vez a algunos les parezca que este país nuestro es el colmo de la excelencia en muchos aspectos, y así se esfuerzan en proclamarlo y ondearlo (existe, con presupuesto público, una oficina-entidad-organismo que dice cuidar de un ente filosófico, espiritual y comercial llamado 'Marca España' que se dedica, parece, a etiquetar(nos) en positivo), pero otros, quizá más clarividentes, llevan años convocando eventos y reuniones llamados "congresos del bienestar" y otros nombres parecidos, donde se reúnen graciosos para hacer gracia, optimistas irredentos, humoristas y chisteros, viejas glorias de todo y amantes en general de la patriam hilari, entre otros, con el indisimulado deseo de ver medio llena cualquier botella anímico-social, además de dar pases de henchido pecho (con arte más que discutible) a la murria que últimamente parece no abandonarnos.

Seamos realistas. La sensación de derrumbe y podredumbre general es tal, la desconfianza en todo de tal calibre, la oscuridad en el porvenir tan negra y la depresión social de altura tan grande como enorme la desgana por remover la madre de todo esto. En un país desprestigiado ante sus propios habitantes, con unos medios de comunicación convertidos en mal patio de vecindad, engolosinado por tweets de quita y pon y quita y pon, se rebusca febrilmente en cualquier vertedero de lo que fuimos para encontrar algo a qué asirse para sabernos, o sentirnos, mejores. Ciertas editoriales han dado pábulo y editado obras que pretenden (en vano) discutir aquellos aspectos de nuestra historia que pudieran dar lugar a cualquier malestar para con nosotros (véanse los fogosos cuestionamientos de la "leyenda negra", las no menos ardorosas manipulaciones de la historia de la guerra civil española y la dictadura franquista, las "recuperaciones" floridas y floreadas de la 'Transición', la EGB, la música y la moda y las formas del siglo pasado, los novelones televisivos de cuéntame revueltos tiempos, los estudios más imperiales sobre españolismo, esencias patrias y otras perlas de esta nueva visión chupiguai del país -y de su historia-). La verdad es que en esta competición por negar el intragable presente aderezándolo con la re-vivencia de un pasado protésicamente enorgullecedor, ciertos intereses encuentran caldo de cultivo y puesto de venta, intereses no alejados de lo crematístico y, por qué no decirlo, del anticatalanismo local y el antiprogresismo universal, en un bucle entre meapilas y señoritingo donde la sensibilidad, el buen gusto o la mesura no encuentran oxígeno.

Sigamos, empero, engañándonos. Un país que tiene el mayor número de días festivos de todo el continente, y que alcanza las mayores cotas de consumo de drogas y alcohol, y que entre sus celebraciones punteras cuenta con eventos como "la tomatina", la suelta de toros por las calles o la auto-tortura pública de penitentes semanasanteros, además de ostentar raquíticos niveles de competencia educativa, debería ser, consecuentemente, un país "festivo" en toda la extensión de la palabra. Sin embargo, ya se sabe que se usan esas celebraciones, y sus alcohólicos modos de ocio, como inmersiones en el olvido del presente, para huir de la asfixia causada por una clase política incapaz de algo diferente a la charlatanería, escapar de una cultura vulgarizada por el consumo y abaratándose y empobreciéndose por la chabacanería y la paralización y el amedrentamiento religiosos. Un país con una incomprensible magnanimidad para con la propia ignorancia, envidioso y con un clasismo social rampante, sectario y cainita, con una patológica incapacidad para corregir o enmendar, una insolidaridad individualista casi unánime y, por encima de todo, un enorme desinterés por la verdad de sí mismo, por mirarse en el espejo de la sinceridad, verse desde fuera, autocriticarse o siquiera cuestionarse, hace que aumente la tristeza con generosas raciones diarias de autodecepción y con la inmensa, melancólica e inconsolable resaca de su borrachera de nadería.

No desean estas líneas contribuir al general decaimiento que este país sufre en sus más íntimos valores, pero no estaría de más, sobre todo en pro de algo tan necesario como el conocimiento de la verdad, que si no paliaría la tristeza al menos sí la desorientación, la denuncia del condicionamiento mental propagandístico y la pura vergüenza de que en nombre de uno se defiendan y reivindiquen ciertas cosas (banderas y banderías, sillones y sillerías, concejos y sacristías), o recordar que las calles se llenan cada día de multitudes protestando en contra de la parcialidad de la Justicia, de estafados de todo tipo clamando un rasgo de comprensión, denunciando la miseria de las pensiones y la liquidación de los derechos de los trabajadores, gritando contra la precariedad, contra la pobreza y la miseria creciente, contra la corrupción generalizada, contra la falsificación de títulos y dignidades y nombramientos, contra el descaro político, contra el machismo, contra la imposición, por la igualdad o contra la violencia de género y el indigno recorte presupuestario para evitarla, contra la usura bancaria, contra la podredumbre institucional, contra el robo legalizado y la indefensión ciudadana frente a fascistas con toga, mentirosos con coche oficial o enchufados con cátedra. Y tampoco sería de recibo olvidar que en Europa, los jueces corrigen a los tribunales españoles en cada ocasión en que se recurre a aquéllos, que nos avergüenza que en el Consejo de Europa nos representes los impresentables que lo hacen, que los propios trabajadores de la radio y la televisión públicas españolas denuncien la manipulación constante, que seamos el correveidile de los más poderosos, que digamos amén a la sevicia y justifiquemos o callemos frente a la lacerante crueldad y la guerra y el exterminio y la geopolítica del hambre, y que organismos europeos nos llamen, como país, la atención una y otra vez por la baja calidad democrática de nuestra convivencia o por la supina ignorancia y "librillo" de nuestros gobernantes.

Podríamos seguir ahondando en las mil causas de la tristeza y la depresión de esta España siempre inconclusa que inventa alegrías postizas, adjetivos para poner en la ventana y carcajadas de cartón, pero en un país intoxicado, hipnotizado, obnubilado por el fútbol y sus pregoneros o ineducado por la presuntuosidad, la fachada, el tú más, la fiesta continua del griterío, el egoísmo, la cocaína y el alcohol , y enfermo de molicie y desinterés, donde ni una sola opinión deja de estar mediatizada, comprometida, obligada o mentida, bueno sería, tal vez, ponerse a pensar en nosotros.

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