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Lengua y patria
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Lengua y patria

Actualizado 22/01/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Hace unos pocos meses ha sido publicado un interesante volumen de un lingüista prestigioso, fallecido en 1997. En él se reúnen una serie de textos de diversa naturaleza -manifiestos, cartas, artículos?- en torno a temas también heterogéneos, pero con un nervio central, que es la defensa de la unidad de la lengua y sus consecuencias jurídico-políticas. El autor del que hablo es ni más ni menos que Corominas, el autor del afamado Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, y la lengua es el catalán.

En uno de los incisivos trabajos que allí se incluyen se presenta una afirmación conclusiva, sin paliativos: "La nostra Pàtria, per a nosaltres, és el territori on es parla la llengua catalana". El texto al me refiero en concreto es un manifiesto lingüístico de 1934 que, bajo el encabezamiento de "Desviacions en els conceptes de llengua i de Pàtria", firman conocidas personalidades como Pompeu Fabra o Rovira i Virgili.

Esta íntima relación entre lengua y patria aparecía de manera brillante ya en la poesía de algunos decenios anteriores. En 1909 escribía el gran Joan Alcover un poema breve al que llamó "La llengua pàtria", y de la misma época (1910) es el bien conocido soneto de Unamuno que empieza así: "La sangre de mi espíritu es mi lengua,/y mi patria es allí donde resuene/ su soberano verbo?".

Ambos conceptos, de ineludible relevancia colectiva, interfieren en el arraigado individualismo que procede de la Ilustración y que entre sus frutos más preciados tuvo la construcción paulatina de los derechos fundamentales, centro y fundamento de las constituciones actuales -sería pleonasmo decir "constituciones democráticas"-. Vemos aquí una tensión nada inocente entre colectividad e individuo, que lleva siglos planteando problemas de distinta índole.

En efecto, los jacobinos del siglo XVIII y los liberales decimonónicos quisieron construir la modernidad política haciendo que el Estado-nación fuera unilingüe. Ya los borbones franceses dieron pasos firmes hacia ese objetivo, que fue consagrado por la Revolución Francesa, para que la nación libre, igual y fraterna se asentaba -y se sigue asentando- sobre la gloria del idioma francés.

En España, la historia fue distinta para bien o para mal -no es mi intención ahora entrar en el mal vicio de valorar la historia con los criterios actuales-. El caso es que, a pesar de los intentos reiterados de llegar a esa formulación simple de "un imperio-una lengua" y de las evidentes ventajas de comunicación y de todo lo que ello conlleva, no ha sido hasta la generación de mis padres cuando puede hablarse de que empezó a hacerse realidad lo que hasta entonces era pura ficción: el conocimiento generalizado de la lengua castellana en España.

Sí, puede sorprender en Salamanca, pero si no hubiera sido por el servicio militar obligatorio, la mejora en la escolarización y, especialmente, la revolución en los medios audiovisuales de comunicación, el deber de conocer el castellano al que alude el artículo 3.1 de la Constitución de 1978, sería un mero voluntarismo, como la obligación del amor a la patria y de ser justos y benéficos del artículo 6 de la Constitución de Cádiz.

A ello hay que añadir dos tendencias importantes, que no son tan contradictorias como aparentan. Por un lado, la tan manida globalización, no tan nueva como algunos creen. Globalización que permite a cualquiera de nosotros entendernos en Nuevo México, en San José de Costa Rica o en Puerto Montt, y de la que han cuidado con mayor o menor esmero las Academias de la Lengua Española. Pero también los franceses tienen su "Francophonie", integrada incluso en una organización internacional (OIF), así como los portugueses tienen su Comunidad de Países de Lengua Portuguesa.

Junto a ello, se han acentuado por doquier los particularismos, porque en el fondo estamos hablando de la manera en que uno va a estar en el mundo global, y ahí se revela como incierta una afirmación que se deslizó en la presentación del Diccionario Panhispánico del Español Jurídico en diciembre pasado en el paraninfo de nuestra universidad: no es cierto que estemos tratando de la lengua de nuestra infancia. Por lo menos no de la infancia de todos los que estábamos allí. No neguemos de nuevo la realidad, que es más compleja de lo que a veces se pretende.

Por tanto, sin querer resucitar la parte de historia que nos parezca más atractiva como hacen tantos, no queda más remedio que aceptar de verdad la pluralidad, la heterogeneidad y la diversidad, sinónimos todos para indicar lo mismo: la necesidad de superar esa identificación pre-romántica, romántica y post-romántica entre patria y lengua, si queremos avanzar en la convivencia y en la integración, en tiempos de exclusiones y de muros.

Dicho sea de manera breve: "mi patria va mucho más allá de mi lengua, aunque cuando la hable esté conmovido mi corazón".

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