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A la sombra de una encina en Melardos
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A la sombra de una encina en Melardos

Actualizado 12/01/2018
Eutimio Cuesta

A la sombra de una encina en Melardos | Imagen 1

Desde el alto de la torreta de Santiago, oteo, en todas las direcciones, los puntos aproximados donde, antiguamente, estuvieron asentadas unas aldeas, que, hoy, se las dibujan como fincas, dehesas o cotos redondos. Aldeas que, paulatinamente, se han ido despoblando, y los cimientos de sus casas y de sus iglesias han quedado sepultados por la acción del tiempo, del desuso y del trajín del arado. Y, allá, en lontananza, me detengo en la silueta de aquellos tejadillos y humeantes chimeneas de Melardos, de Rivilla, de San Mamed, Garci ? Grande, Valverde, Gómez Velasco, Juarros?; y al poniente, me sonríen Valeros, Fresnillo y Sotrobal: poblados que fueron historia, y que nos tienen algo que decir y contar

La despoblación de estos lugares se dio por diferentes motivos, pero nos vamos a centrar en los principales. Cuando se llevó a cabo la repoblación de la tierra de Alba, en 1224, hubo que crear pueblos nuevos, pues los ya existentes eran insuficientes para albergar las oleadas de familias, que venían a establecerse a nuestras tierras desde el norte de Castilla y otras procedencias. La característica común de estas nuevas localidades era la proximidad, la cercanía de sus lindes.

Vale cualquier ejemplo, para confirmar esta realidad: Fresnillo distaba de Tordillos media legua y de Santiago, tres cuartos de legua; tal ocurre con Sotrobal, a una distancia similar de Macotera y de La Nava; otro tanto, con Melardos, de Santiago de la Puebla y Alaraz... A este problema, le siguió el más definitivo: las cargas fiscales que tenían que soportar.

Se decía que cada puño de sementera producía cinco, que se distribuían así: un puño, para el clero; un puño, para el monarca; un puño, para el señor; un puño, para los pájaros y el quinto, para el vasallo labrador. Éste, con su parte, tenía que alimentar a su familia y su ganado, y, además, apartar la simiente para la próxima sembradura.

Y la cosecha dependía del cielo, y venían años de extrema sequía, de nieblas y tormentas, como sucedió en 1502, en que no se cogió un grano de cereal ni de uva, "porque la piedra y el granizo arrasaron panes y viñas"; y, entonces, el campo no era, lógicamente, tan productivo como ahora. Antaño, la huebra de buena calidad daba cinco o seis fanegas.

Esta situación, sobre todo, en el siglo XVI, fue insostenible, y la gente, empobrecida y perseguida por la miseria y el hambre, se vio forzada a abandonar y buscarse nuevos horizontes, también inciertos. La situación la describe, con toda su crudeza, la novela picaresca, "El Lazarillo de Tormes": " tiempos en que había más ingenio que bienes de la tierra".

Y de la situación, no era ajena la Corte, pues el 17 de septiembre de 1544, desde Valladolid, el príncipe Felipe (Felipe II) escribe a su padre, Carlos V, y le dice: "la gente común, a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria, que muchos andan desnudos, sin tener de se cubrir..."

Y estas son las razones, por las que varios pueblos de nuestro entorno, se fueron vaciando, quedándose sin gente; sus términos, o se anexionaron a las aldeas vecinas, como ocurrió con Fresnillo, que engrosó el término de Tordillos y Macotera; Sotrobal, el de La Nava; Melardos, el de Santiago, y Valeros, el de Gajates; o se utilizaban para pagar servicios a caballeros, que prestaron su apoyo al monarca en sus andanzas bélicas.

Y con estas reflexiones, me deslicé por la cuesta, crucé Santiago, (pueblo), y acompañado de mi sombra, pues mi sombra nunca me abandona, y, a veces, hasta me toma el pelo y se mofa de mí, me adentré en el monte de Melardos. Me di un garbeo visionando praderas, encinares y recuerdos. Y me senté a descansar a la sombra de una encina, que me asentía cada vez que yo le comentaba, en voz alta, mil aconteceres teñidos de historia.

Y no me extrañaba su gesto, pues tenía su rostro surcado de mil arrugas coetáneas de aquellos años, en que el licenciado Toribio Gómez, (que no sé si por equivocación, no se apellida García, como su padre), era dueño de gran parte de aquella heredad de tierras, pasto y montanera, que, cada año, acensuaba al concejo de Santiago por diez mil maravedís; cantidad que se utilizaba para el mantenimiento de la capilla funeraria, que se había hecho construir en la iglesia.

La encina desconocía a quien pertenecía el resto de la finca. Nunca había visto merodear por sus aledaños a nadie con presencia de alta alcurnia. Ella era amiga de gañanes, de boyeros y pastores. Se enteró después, cuando don Diego de Solís, esposo de María Brochero, se vino a Santiago a hablar con el Concejo, porque quería negociar a censo perpetuo, y por siempre jamás, la parte de Melardos, que pertenecía a su esposa, doña María Brochero. El encuentro se celebró en la plaza delante de las casas del consistorio.

Allí se reunieron las autoridades y el pueblo, a campana tañida, como era costumbre para tratar cosas tocantes a la cosa pública, de una parte; y de otra, don Diego de Solís. La propuesta de censo perpetuo era muy provechosa para el pueblo, y Miguel García de Santiago, escribano público dio fe del convenio, que se selló en esta forma: el concejo recibe del dicho Diego de Solís a censo perpetuo, perpetuamente, por siempre jamás, toda la heredad de tierras e pastos y montes, fuentes, regaderas estantes manantes, baldíos y pocilgas, y todo lo otro poco o mucho, que pertenece a la dicha María Brochero, su mujer.

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