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Germont
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Germont

Actualizado 24/07/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Cavila Giorgio Germont con su aire orgulloso, sentado a la puerta de su casa, bajo el emparrado desde el que se divisa la llanura, envuelta en aroma de espliego. Ayer llegó de París, y el esfuerzo todavía le pesa.

Fue una decisión desesperada, urgía afrontar los peligros del deshonor y no se lo pensó dos veces. En cuanto supo que su hijo se había juntado con una fulana, con una frívola dilentante parisina, emprendió el pesado viaje para salvar su reputación. La encontró a tiempo y le arrancó a duras penas la promesa de alejarse, de dejar libre a su hijo inocente, para el que había previsto un futuro de esplendor. No tuvo reparo en mentirle: le puso como excusa fútil que estaba en riesgo el matrimonio de su hija, contaminada por las habladurías de sus paisanos. Eran sus miras estrechas las que habían sido sacudidas por la libertad de los amantes.

Todo parecía resuelto, pues Violetta había accedido aún con todo el dolor de su corazón ante el enorme peso del qué dirán. La desesperación había tenido que ceder ante el realismo: su relación era imposible y debía irse, ocultando las razones de su huida. La luz que había iluminado su vida estaba a punto de apagarse. Pero, antes de regresar a su tierra, Giorgio había querido asegurar el resultado de sus planes, con una conversación con su hijo. Él hubiera querido mantener la calma, recordarle sólo a su familia y hacer nacer la añoranza en su primogénito. No contaba con la obstinación de Alfredo, que por primera vez en su vida creía haber llegado a la utopía del amor.

Ahora le mueve el remordimiento. Ha fracasado en sus intenciones. No sólo está convencido de haber perdido el respeto de su hijo ?su apuesta fue demasiado elevada-, sino que es consciente también de haber deshecho la felicidad de una pareja de ánimo noble.

Todavía volverá para tratar de enmendar sus yerros. Sin saberlo, él ha sido quien ha lanzado a su hijo al rencor y al odio; y a Violetta de nuevo al libertinaje. En una paradoja amarga, llegará a tiempo de recriminar a su hijo la conducta que él mismo ha provocado con su angosta ceguera. Pero cuando las fuerzas le acompañen y sea capaz de entender la realidad, será demasiado tarde. No servirá de mucho que confiese a su hijo sus tretas de intrigante, sólo para que Alfredo corra de nuevo a los brazos de su amada, de la que pueda obtener todavía un sincero y extenuado beso y la dudosa tranquilidad de su propia conciencia cuando pida perdón a la frágil mujer en el momento de la agonía.

Algunos interpretan a este personaje como un símbolo de la muerte, que acecha desde el principio la felicidad de los amantes. Permítanme encontrar la moraleja de esta tragedia en algo menos solemne y más prosaico: el padre se comporta como el motor de las desgracias, salvo la de la muerte segura, que se adivina desde el principio. Si el entrometido progenitor hubiera dejado fluir la historia por su propio cauce, tal vez hubieran sido pocos los años de amor sincero, quizás el derroche hubiera puesto obstáculos a una exaltación infinita, pero el conflicto no se hubiera desencadenado. No pongo en duda el respetable propósito de ese padre acaparador, sólo pretendo recordar a eventuales caminantes que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

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