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Huellas de la amistad
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Huellas de la amistad

Actualizado 04/03/2017
Juan Ángel Torres Rechy

En el transcurso del tiempo, mientras hacemos y deshacemos historias; mientras, como el Rey Palomo de Quevedo, nos lo guisamos y nos lo comemos; mientras andamos dando tumbos con nuestro ser en las circunstancias (por lo general, superiores a nuestras fuerzas), establecemos lazos de amistad. Según las personas mayores, con la autoridad que da la academia del tiempo, no son muchos los amigos que persisten hasta el final, pero unos pocos sí. La escuela primaria pudo haber sido la incubadora de esos lazos, o la vecindad del pueblo, o el trabajo, o el feis, así como seguramente mañana lo será el programa de hologramas en cualquier planeta del vasto universo, con sus respectivos cuerpos humanos enchufados a una máquina y situados en una dimensión sin tiempo. (Esto no es lo mismo ―le digo a los hologramas habitantes de Andrómeda en el año 3001―. Esta representación de la realidad está a dos coma cinco millones de años luz de la verdad y la vida. Regresen a la Tierra, no sean cobardes.)

Recuerdo que el Sr. Alafita me dijo en uno de esos crepúsculos de verano, cuando todavía aprieta el calor antes de anochecer, que le sobraban los dedos de la mano para contar a sus amigos. Intrigado, llevándome el puño a la barbilla e hincando el codo en mi pierna cruzada, le pregunté: ¿Entonces, cuántos tiene Ud.? ¿Cuatro, tres?... Quise confirmar que ese número no se debía a que habían muerto los otros. En efecto, no era un número pequeño por esa razón. Hacia el final del camino de su vida, sus amigos no llegaban a un puñado.

Otros autores han escrito irrepetibles páginas sobre este tema. Dieciséis años después de mi lectura de En el camino, todavía se me pone la piel de gallina cuando recuerdo las palabras de Sal en el momento en que «Dean no pudo venir con nosotros y lo único que pude hacer fue sentarme en la parte de atrás del Cadillac y decirle adiós con la mano», mientras él se alejaba solo, enfundado en un apolillado abrigo, en una fría noche de invierno. Vaya que la amistad tiene tela. Puede implicar sacrificios, como le pasó a Jesucristo. Esto se refleja en lo que podemos leer de Cicerón, gracias a D. Luis Frayle Delgado, quienes no sabemos latín: «no sé si, exceptuando la sabiduría, los dioses inmortales han otorgado a los hombres un don mejor que la amistad» (Cicerón, 2008: 64). Cuando este don se junta con el parentesco, resulta único, pues el afecto va por partida doble.

Algo que me gusta de los lazos de amistad son sus huellas en los obsequios que recibimos y que nos acompañan en el hogar o en el trabajo. Un muñeco de mi librero no es sólo un muñeco, tiene un nombre propio. Un perrito de barro negro también. Una planta. Una imagen del Quijote. En el lienzo de mi realidad persisten trazos de pinceles de otras manos, y esas personas que no están aquí a mi alrededor sí están y creo que no dejarán de estar porque el muñeco, el perrito, la imagen del Quijote y la planta (la planta no sé la verdad por cuánto tiempo) siempre estarán aquí.

Cicerón, Marco Tulio. La amistad un don divino. Trad. Luis Frayle Delgado. Salamanca: Trilce Ediciones, 2008. La novela de Kerouac (En el camino) la leí en los «Compactos» de Anagrama, 1991. Leo con interés los subrayados?

―¿Cómo se llamaba aquel escritor ruso del que siempre estás hablando; aquel que se metía periódicos en los zapatos y andaba por ahí con un sombrero hecho con un tubo de chimenea que había encontrado en un cubo de basura? [le preguntó Sal a Remi].

Era una exageración que yo le había contado de? (1991: 87)

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