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Leonard Cohen.
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Leonard Cohen.

Actualizado 21/01/2017
José Ramón Serrano Piedecasas

Me encanta. Me encanta, valga la falta de eufonía, cómo canta. Como sigue haciéndolo, aunque él ya no esté entre nosotros. Esa sobriedad, esa voz quebrada, esa mirada triste y compasiva. Compasiva con las historias pequeñas: el amor, el duelo, la nostalgia, la amistad y la alegría. Las únicas que merecen ser recordadas. Por supuesto, nunca le he conocido y de él se, tan sólo, alguna anécdota de su vida. Opino, por tanto, sobre casi nada. Ese casi, sin embargo, es mucho. Muchísimo escuchando su música de fondo. En los cuadros, el fondo pasa desapercibido. Casi nadie repara en eso que es lo primero o en eso que está detrás. Tan importante, sin embargo. La vida misma. Si a Vincent Van Gogh le quitáramos de su paleta el amarillo ¿qué quedaría de él? ¿O los grises a Fernando Zobel? Muy poco. El fondo es la urdimbre de una pieza musical, de un cuadro, de un libro, de una vida. Por eso el hilo de una urdimbre, siempre sujeto a tensión, debe escogerse entre los más fuertes y resistentes. Son los cimientos. Los cimientos no se improvisan. Recuerdo haber leído en el "Pequeño libro de Anna Magdalena Bach", segunda esposa de Juan Sebastian Bach, una anécdota para mí inolvidable. Anna relata el tiempo en el que Bach estaba componiendo "La pasión según San Mateo". Ella, soprano, seguía de cerca la ardua tarea de su marido. Cuenta que, cuando Bach escribía el aria nº39, "Erbarme dich, mein Gott" (Apiádate, mi Señor), entró en su gabinete y le encontró llorando desconsolado. En efecto, Bach utilizaba los cabos más fuertes y genuinos para construir el fondo, el sustrato, de su música imperecedera. Leonard Cohen no es un genio, ni un virtuoso, incluso los registros de su voz son limitados. Sin embargo, sus canciones nos emocionan a millones de personas. Diría, lo que nos emociona es su inocente emoción. Inocencia prostituida, despreciada por tantos sacerdotes de la Academia obsesionados por los premios y las condecoraciones, también por los puntos y las comas. Despreciables detalles, en suma. Ellos serían incapaces de expresar algo tan humano y sencillo como lo hace en cuatro palabras Mario Benedetti: "Me gustaría mirar todo de lejos, pero contigo". Aquellos, los ínclitos, desprecian los fondos, en especial los "contigos", y las palabras. Sus vidas cuadriculadas se rodean tan solo de "palabros". Leonard Cohen, agnóstico ( si bien: never stopped thinking of himself as a Jew) buscó durante toda su vida, sin éxito, la "gran respuesta". Inalcanzable para él y para el resto de los que se precian de ser sus honestos buscadores. En Berlín compuso la canción que más aprecio: Dance me to the end of love. Según él, un homenaje dedicado a los músicos que eran obligados a acompañar con sus melodías a los que iban a ser gaseados en Auschwitz-Birkenau. En esas desgarradoras ocasiones se interpretaba, entre otras piezas, la polka de Rosamunde. Muchos años después escuchada en Köln, durante sus célebres carnavales, acompasando con mi cuerpo el ritmo y aferrando con mi mano derecha un Humpen Kölsch. ¡Qué inmensa tristeza¡ Gracias Leonard.

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