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Asamblea Nacional (I)
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Asamblea Nacional (I)

Actualizado 23/01/2017
Rubén Martín Vaquero

Todo el mundo en la redacción sabía que Ernesto había regresado de Séverla, nuestro querido país vecino y hermano, donde había sido destacado por el periódico para informar de la toma de posesión, y de las primeras sesiones, de los representantes del pueblo en la nueva Asamblea Nacional, y sin embargo no enviaba las crónicas para su publicación. Airado, le llamé por teléfono.

-No me atrevo ?me respondió con voz entrecortada al escuchar mi demanda-, en un país tan serio y responsable como el nuestro, probablemente resulten escandalosas.

-¡Déjate en paz de gilipolleces y mándalas de una vez! ?le grité por el auricular.

-De acuerdo? -murmuró con un hilillo apenas audible-, y que sea lo que Dios quiera.

Al día siguiente todos pudieron leer en el periódico el extenso artículo que ha levantado la inexplicable polvareda.

"Aunque los periodistas que cubríamos el acto teníamos la mosca detrás de la oreja (al recoger las actas personales los señores representantes que ya tenían teléfono móvil, tablet y ordenador personal ?prácticamente todos- habían podido elegir entre frigoríficos, televisores, lavaplatos, secadores de pelo o lavadoras), el lunes, día de la toma de posesión y configuración de la Asamblea, sus ilustres Señorías nos sorprendieron.

Después de innumerables reuniones y almuerzos de trabajo (más tarde supimos del inconmensurable esfuerzo) los representantes de la ciudadanía se habían puesto de acuerdo, y se presentaron vestidos del mismo color todos los miembros de cada formación política. Como si se tratase del Sambódromo del Marqués de Sapucaí en Río de Janeiro, por allí desfilaron, entre aplausos, debutantes aberenjenados, retintos, aceitunados, plomizos, azulinos, agarbanzados, bermejos, salpicados, a rayas, a cuadros, jaspeados y cambiantes.

La sorpresa no había hecho más que empezar porque en los juramentos, o promesas, fue el arrebato; los sufridos y entregados representantes juraron, o prometieron, sus cargos en diversos idiomas (desde el suahili hasta el esperanto), haciéndolo por los dioses nórdicos, por los egipcios, por los mesopotámicos, por los griegos, por los romanos o por un tal "tío Arturo", que de todo hubo, aunque lo más alucinante fue que lo hicieron rapeando, por soleares, en canto gregoriano, en cuplé, en cante jondo, en copla, en jacarandina o en morse. Mientras los cantantes, cantaores, tonadilleros, cupletistas, barítonos, rapsodas o divos juraban, o prometían, lo que les parecía bien, una señora desde la tribuna de espectadores, probablemente contagiada por aquellos aires de libertad, se marcó una jota, que fue muy aplaudida por el respetable. Al terminar, salieron de la Asamblea frescos y alegres agarrados de la cintura unos de otros hasta formar una larga serpiente, mientras cantaban: María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo, le sigo la corriente, porque no quiero que diga la gente, que María Cristina me quiere gobernar."

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