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Colectividad y proceso
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Colectividad y proceso

Actualizado 16/01/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Esta sociedad líquida que nos ha tocado vivir contiene, sin duda, algunos grumos, como ya vio con autoridad el admirado y fallecido Zygmunt Bauman. Me refiero a que en este contexto social en que han crecido exponencialmente los riesgos y las inseguridades, en que la mayoría de las certezas han sido puestas en duda, hay algunos elementos inamovibles como el tener que pagar el préstamo hipotecario día nueve de cada mes, atenerte a los tipos de interés que te imponen, pasar por la letra pequeña de cualquier contrato de adhesión si quieres adquirir el bien o servicio que te interesa, etc., etc. ?

La liquidez de la autonomía de la voluntad, concepto este último -por cierto- nada moderno, hace tiempo que adquirió rigideces más propias de un mundo medieval, con sus fuertes divisiones estamentarias y su escasa movilidad vertical. Dicho sea para entendernos, y de paso para utilizar expresiones de mi madre: "el pez gordo se come al pequeño".

Así, lo que los privatistas fueron construyendo durante siglos, con un encomiable esfuerzo y una técnica minuciosa, y que pudiera tal vez resumirse en la simple y llana libertad del individuo, a la hora de la verdad de las relaciones masivas demostró ser poco más que un espejismo, que pasado por un baño de realidad no era sino una versión encubierta de la eterna ley del embudo.

Fueron los juristas dedicados al Derecho del Trabajo los que, como no podía ser de otra manera, fueron construyendo elementos conceptuales e instrumentos prácticos para tratar de defender a la parte débil de manera colectiva. No en vano nuestro querido Carlos Palomeque habla de que en este campo los intereses son siempre, como mínimo, "pseudoindividuales", para subrayar la trascendencia siempre colectiva de lo que pudieran parecer a los miopes meros derechos personales. Pero esta colectivización del Derecho hace mucho que se observa con facilidad en otros muchos ámbitos como el de la protección administrativa del ambiente o el de la tutela de los consumidores y usuarios, de los que ya decía Kennedy que "por definición, somos todos".

Toda esta perorata viene a cuento por la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en la que se frena un abuso reiterado de peces grandes sobre los ordinarios mortales. Sentencia que ha dado mucho que hablar en España, tanto en foros jurídicos como extrajurídicos, por aquello de que también deudores hipotecarios somos "casi" todos.

En breve, para los que no hayan tenido ocasión de informarse: era frecuente en los pasados lustros que los contratos de préstamos hipotecarios incluyeran una cláusula en letra pequeña por la que si el precio del dinero -es decir, el interés-, bajaba de una determinada cantidad, la entidad prestamista quedaba blindada. Ese precio nunca podría bajar de lo establecido contractualmente en esos contratos de adhesión (es decir, los que son como las lentejas: "o los tomas o los dejas").

El caso es que el precio del dinero bajó notablemente y los bancos hicieron valer esa regla, siguiendo el antiguo adagio de que "los contratos hacen ley entre las partes". La relativa novedad estuvo en que el Tribunal Supremo consideró esta interpretación un claro abuso del pez gordo y declaró la nulidad de esta cláusula, o técnicamente mejor dicho: "la anuló". Y en esta diferencia aparentemente sutil está lo que añade el Tribunal Superior de Justicia de Luxemburgo: La nulidad de la cláusula debe contar, no desde que el Tribunal Supremo decide, sino desde que se hicieron las cosas mal, es decir, desde que el abuso comenzó cobrando el banco más de lo que en justicia le correspondía.

Para decirlo de otra manera, ha tenido que ser un Tribunal supranacional el que nos haya tenido que decir lo evidente, con lo que se demuestra que sigue en vigor lo que suele decir mi madre: "el pez gordo se sigue comiendo al chico", pues la Sala 1.ª del Tribunal Supremo español no se había atrevido a obligar a los poderosos a la devolución del enorme exceso cobrado a tocateja.

Ahora andamos leyendo que hay desavenencias en el Gobierno sobre la aprobación de un Decreto-Ley por el que se articule cómo aplicar las consecuencias de lo declarado por el Tribunal de Justicia, sin hacer excesiva pupa al abusivo sector bancario, mientras se van inundando los juzgados de demandas en las que los justiciables perjudicados quieren hacer valer sus derechos, y ahora sí, gota a gota, parece que se les va dando la razón en los Juzgados y en las Audiencias.

Lo más lamentable de todo este asunto es que se olvidó algo importante: que la colectivización del Derecho de la que antes hablaba, hace tiempo que también llegó al proceso. Existen técnicas ya antiguas en distintos ordenamientos en los que los perjuicios masivos pueden llevarse a los tribunales en un único proceso y con las debidas garantías. He escrito "único" y también "garantías". Desde hace mucho en el Derecho anglosajón; desde hace bastantes menos en países de tradición jurídica romano-germánica, pero con gran éxito en Brasil o Colombia, o últimamente también Argentina.

Pero lo peor es que en las leyes procesales españolas también están previstos los procesos colectivos, como una forma de introducir en el proceso el viejo adagio castellano de que "la unión hace la fuerza" y de reequilibrar la desigualdad material de un usuario individual que debe enfrentarse a peces gordos. Instrumentos que, por sus propios defectos, están demostrando ser perfectamente inútiles para estos casos paradigmáticos de colectividad damnificada.

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