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¿A qué velocidad viaja el tiempo?
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¿A qué velocidad viaja el tiempo?

Actualizado 10/01/2017
Luis Gutiérrez Barrio

Hoy día, cuando la ciencia ha adelantado que es una barbaridad, sabemos a qué velocidad viajan casi todas las cosas, desde el coche más veloz del mundo, al tren que casi vuela, el sonido? e incluso la luz, o la tierra alrededor se sí misma o del sol. Pero, el tiempo, ¿a qué velocidad viaja el tiempo?

Parece ser que la luz, que va a mucha velocidad, tanta que se nos escapa a nuestra imaginación, mantiene esa velocidad a través de los tiempos, es decir que siempre viaja y ha viajado a la misma velocidad, lo mismo le pasa a la Tierra y al resto de los astros, satélites, cometas y artíficos varios que navegan por el Universo. Al menos eso creo, ya vendrá algún erudito que diga que todo eso es relativo y argumentará con no sé cuántos teoremas, fórmulas o principios científicos, que de eso nada, que aquí, cada cual circula a la velocidad que le parece, teniendo en cuenta sus circunstancias y atendiendo a los parámetros a los que nos acojamos. Dejando aparcadas esas y otras muchas cuestiones que a mí se me escapan, el tiempo, que es de lo que intento hablar, me parece, que no viaja siempre a la misma velocidad, si es que viaja, porque, esa es otra, a lo mejor el tiempo ni siquiera viaja. Tal vez lo que pase es que sean las cosas, todas las cosas, las que se mueven, pero no así el tiempo y estamos anclados en el primer instante desde el nacimiento del Universo.

El caso, es que, eso que llamamos tiempo, exista o no, va cambiando su velocidad según las circunstancias. Antes, hace muchos años, me daba la sensación de que aquello no se movía nada. Cuando, siendo niño, me decían ya verás dentro de un año? ¡dentro de un año! Aquello era como si me dieran cita para la eternidad, ¡un año! Nunca llegaba, cuanto más lo pensaba, más largo se hacía. El tiempo era como de goma, se estiraba, se estiraba?, yo caminaba y caminaba hacia ese prometido mañana, pero el mañana ni siquiera se veía en el horizonte. A veces pensaba que me estaban tomando el pelo, que aquello nunca se movería, que los niños seríamos niños siempre y que los adultos siempre serían adultos, pues ni yo me veía crecer, ni a ellos envejecer.

Un día, sin saber cuándo ni de qué manera, me miré al espejo y descubrí que el rostro que el espejo reflejaba no era el de un niño, sino un adolescente, incluso me pareció ver como debajo de la nariz, intentaba asomar algo de pelusa, que le daba al rostro un aspecto nunca visto. Al día siguiente me di cuenta de que la máquina del tiempo se había puesto en marcha?. No es que los años corrieran demasiado, pero sí se notaba su movimiento, las semanas se pasaban con cierta celeridad, los meses no eran tan largos y los años acababan por llegar. Además las personas envejecían y yo me hacía mayor.

Pasaron así varios años, y otro día y sin saber, tampoco, de qué manera, empecé a sentir que el tiempo había conquistado una cima y que ahora, lo que me queda, sea mucho o poco, será todo ello cuesta abajo. Que la velocidad aumenta y aumenta a medida que la pendiente se va haciendo más larga y más pronunciada. Es como si aquella goma tan elástica en la que se había convertido el tiempo de mi infancia, se hubiera soltado de uno de los extremos y sacudiera mi rostro con brutal violencia. Por más que pretendo, evitar aquella goma o apretar mis talones contra la tierra para frenar la caída por la pendiente del tiempo, todo es imposible. No sólo no condigo hacer que viaje más lento, sino que me da la sensación de que todos los esfuerzos aceleran esa caída. Por ello he decidido dejarme llevar, que el tiempo, el movimiento, o quien quiera que sea que controle la longitud de mi vida, circule lo más apacible posible. Yo me he instalado en la vida, no lucho contra ella, sino que me uno a ella, recordando a Maquiavelo, si no puedes con tu enemigo únete a él. Y yo me he unido a la vida. Ahora la disfruto, aprecio y vivo cada instante, me da igual a la velocidad que pase. Es más, cuanto más deprisa pasa, más motivo para aferrarme a ella y exprimirla para agotar el vino de la existencia hasta sus heces (Macbeth)

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