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Centenario del asesinato de Rasputín
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Centenario del asesinato de Rasputín

Actualizado 11/10/2016
Fernando Robustillo

En este año glorioso en el que, de una u otra manera, se han celebrado conmemoraciones de nacimientos, entierros, o eventos dignos por la categoría de sus obras, ya fuera en honor de nacionales, como Cervantes, Garcilaso, Echegaray, Buero Vallejo, Cela, e

Centenario del asesinato de Rasputín | Imagen 1 A Rasputín el paso de los tiempos lo han señalado como un ser intrigante, insidioso y endemoniado, pero todo lo que le quisieran achacar sería poco si a un individuo, sin tratarle de "presunto", sin mayor reflexión, de boca en boca, le pontifican durante un siglo como sinónimo de malignidad. Tal vez hoy, razón de más para traer a colación al personaje, si por intrigantes se penalizaran a ciertos políticos o a turbios intereses económicos, los tribunales estarían llenos de "rasputines"; sin embargo, siempre sería tarde para desbancar del primer puesto al singular siberiano. Nosotros disentimos y no estamos ni estaremos de acuerdo con un sambenito como éste sin hacer un mínimo análisis al personaje.

Y puesto que somos conscientes de que la Historia a veces exagera cuando los hechos normales no disfrutan de ningún atractivo, vamos a realizar un juicio particular del interfecto y sacudirle la caspa que no le corresponda, aunque no por ello queramos decir, como la zarina Alejandra, que Rasputín "era un santo enviado por Dios", pues tampoco se trata de mentir y decir ahora que Rasputín fue ejemplo de una intachable conducta, ya que podemos entrever que alguna responsabilidad sí tendría en los modales tiránicos del zar sobre su propio pueblo. No obstante, quizás debamos señalar que hubo un factor determinante en contra de Rasputín que sin ser culpa suya acentuó la leyenda: un físico tan tremendamente intimidatorio que, si en su época causaba pavor, hoy sería la envidia de cualquier "heavy metal" que se precie.

Grigory Yefimovich, este era su nombre, nace en Siberia en 1872 y desde muy corta edad había ingresado en la secta de los flagelantes. Una secta en la que la práctica religiosa consistía en pecar para después pedir misericordia a Dios. Curioso, así era, pero vamos a quitar responsabilidades a Rasputín: él no fundó esta congregación, y si con posterioridad la iglesia ortodoxa lo expulsó por sus orgías y excesos, queremos pensar que ello fue injusto, pues se trataba de hechos, perdónennos si no, que quizá atendieran a la "firmeza de su fe" y al credo de la única secta que había conocido.

Después de dos años de exilio en Grecia, volvió a San Petersburgo y, como monje, entró en contacto con la Familia Real para atender la distracción favorita de las damas de la alta sociedad, o sea, el espiritismo, y en su caso, con el añadido de dotes parapsicológicas. La zarina enseguida se quedó prendada y vio en él un ángel que salvaría la vida de Alexis, el zarevitch (hijo del zar) aquejado de una grave enfermedad y, si salvaba al primogénito, que pronto mejoró ostensiblemente, también salvaría la dinastía de los Romanov. Es decir, que por aquello nadie hoy debería incriminarle de nada, pues si entró en Palacio lo hizo por la puerta principal, no al descuido.

Una vez dentro, se dieron cuenta de su instrucción para consejero real, hecho por el que fue muy valorado, sobre todo después de la derrota sufrida por Rusia o Nicolás II a manos de Japón (1905) que dejó al zar abatido y cada vez más torpe, eventualidades por las que Rasputín, que comenzó a tener gran influencia, iba a ser considerado el verdadero dirigente de Rusia. Hecho que le granjeó innumerables envidias entre los próximos al zar. También creemos que injustas, pues tales menesteres nunca los hubiera ejercido sin el consentimiento real.

Al fin en 1912 entró en total desgracia. La prensa publicó unas cartas que revelaban sus andanzas sexuales y místicas con la zarina, por las que fue expulsado de Palacio. Aunque no sólo el zar le pidió disculpas señalándole que era una medida "para acallar a la canalla", sino que en situaciones similares hemos tenido innumerables culpas, sin ir más lejos aquí en España, compartidas entre amantes y reinas, y nunca por ello llegamos a endemoniar a los "rasputines"; si acaso, hicimos una crítica mordaz de los maridos cornudos. Ejemplos a reseñar fueron la esposa de Carlos IV, María Luisa de Parma con el extremeño Manuel Godoy, o la simpar Isabel II, cuyo marido, Francisco de Asís, fue objeto de no pocos cantares. Éstas también son razones que deberían atemperar lo de Rasputín.

Sin embargo, seguimos con su historia, y ya con él fuera de Palacio, tuvo una segunda oportunidad en 1914, cuando Rusia combatió y perdió frente a Alemania, Lituania y Letonia, ocasión en la que Nicolás II había partido al frente dejando al mando del Gobierno a la zarina. Casualidad o reclamo de ella, la verdad fue que, al siguiente día, para consolarla, el monje volvió a ocupar su plaza en los aposentos de Palacio.

La situación se hizo insostenible, las envidias volvieron a florecer y quienes aún disfrutaban de mando en plaza urdieron un plan para aniquilarle. Un grupo de estos celosos invitaron a Rasputín a una sesión de espiritismo con la perfidia de suministrarle un té, un té con un potente veneno, y tan mala fue su fortuna que, aunque el desgraciado se encontraba mal, no moría, y hasta llegaron a dispararle varias veces sin lograr el objetivo. Al final, aún vivo, lo arrojaron a las heladas aguas del río Neva, donde pereció ahogado. D.E.P.

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