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Actualizado 30/09/2016
Marta Ferreira

Irte | Imagen 1

Irse es siempre difícil, nos cuesta demasiado, y pocos lo hacen con elegancia y con dignidad, que en el fondo son lo mismo. En primer lugar toca a nuestro orgullo, eso que ahora llaman el ego, que acepta mal que ya no somos quiénes éramos, que no despertamos las expectativas que levantamos en su día, que hemos perdido en definitiva. Y es que en la vida siempre acabamos por perder. Los momentos refulgentes son a la hora del arqueo menos que los oscuros, por eso nuestra vida es fundamentalmente gris, aunque no lo reconozcamos. Y ocurre en todo, desde las relaciones amorosas, el mundo de la empresa o la política. Es lo que le ha pasado a Pedro Sánchez.

¿Quién conocía hace un par de años a Pedro Sánchez? Nadie, su carrera no había sido especialmente destacada en nada, en el ámbito político ocupó puestos de segundo nivel e incluso de sustituto, como al entrar de diputado reemplazando a otros políticos elegidos. Pero es un tipo esforzado y con una alta autoestima, como lo puso de relieve que en su coche se recorriera media España visitando a las agrupaciones socialistas para pedirles su voto cuando llegó la hora de buscar otro líder, tras el fiasco de Rubalcaba. En aquel momento, era Eduardo Madina el que parecía que contaba con todas las papeletas para serlo (tuvo suerte de no tener éxito, porque no vale para esa función, y al final por esas cosas del destino, va a tener más futuro gracias a su derrota que su rival). Sánchez se ganó a pulso la nominación y desde ese momento tuvo por seguro que sería el sucesor de Rajoy, se sentía y se creía mucho mejor que el gallego.

Pero, pese a la corrupción, el PP le ganó las primeras elecciones de Sánchez al PSOE. Y Rajoy cometió (algunos dirán que no) el error de su vida no aceptando la propuesta del Rey para la investidura. En ese momento, Pedro Sánchez se vio presidente y diseñó la estrategia que había de llevarle a La Moncloa, el pacto con Ciudadanos dando por supuesto que Podemos se abstendría. La estomagante vanidad de Iglesias y su ceguera política impidieron que Sánchez fuera presidente, y aparte de las consecuencias obvias que habría tenido pasar de un Gobierno PP a otro PSOE, aquí empezó su carrera hacia el abismo. Las segundas elecciones las ganó de nuevo el PP, pero con mayor diferencia, y la única percepción posible entonces es que había empezado a levantar cabeza y que los más de 50 escaños de diferencia hacían imposible para Sánchez toda esperanza: su carrera política había concluido.

Y aquí comienza el final de esta triste historia. Tras fracasar Rajoy, como antes él, en el proceso de investidura, en vez de utilizar el realismo político y la ética de las consecuencias, propia del mundo político, se apalancó en negar su abstención para que el gallego gobernara. No había otra salida razonable: pactar la abstención a cambio de medidas políticas significativas, y ejercer de oposición exigente y razonable. Todo antes que abalanzarnos en unas terceras elecciones generales que nos convertirían en el choteo generalizado de toda Europa y más allá. Sánchez ante lo insostenible de su situación se montó la película de lograr una candidatura alternativa apoyada por Podemos y Ciudadanos, cuando estos partidos se han declarado incompatibles entre sí. La película estaba a punto de terminar.

Ante la inevitabilidad de su fracaso, Pedro Sánchez tuvo su última ocurrencia: convocar primarias en octubre y un congreso de su partido para diciembre. Nadie, con dos dedos de frente, podía sustraerse ante la evidencia de que esta no era sino una estrategia para apalancarse como secretario general de PSOE dando por supuesta su derrota en unas terceras elecciones generales.

El sábado, mañana, comienza su calvario. Mala pinta tiene. Le veo el rostro sumido en la desesperación intentando aguantar el chaparrón, y pienso: qué difícil es irse con dignidad, que difícil es saber perder. En Inglaterra, Francia o Alemania, cualquier líder político sabe que las derrotas significativas solo se saldan con la dimisión, es la ley no escrita de la democracia. Comprender, aunque cueste, que no somos imprescindibles, que pasó nuestro momento, que es hora de irse, de que vengan otros.

Marta FERREIRA

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