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Divina limitación  
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Divina limitación  

Actualizado 19/09/2016
Antonio Matilla

El título corresponde a que me encuentro limitado de salud, con una infección de oídos larga y perniciosa. En el fondo, una consecuencia colateral de la quimioterapia. Por eso no he escrito un artículo especial, sino que me limito a copiar a continuación uno de los que ya tengo preparados para reflexionar en voz alta sobre mi experiencia con el cáncer, experiencia que intento llevar con humor y con amor. Allá va, un poco más largo de lo normal:

En estos tiempos de indefinición ideológica considero que es bueno definirse; por si acaso alguien no había caído en la cuenta me definiré: soy creyente, creo en Dios y en su Providencia y, de hecho, soy sacerdote católico. Tal vez sea poco 'moderno' y no sea capaz de distinguir en mi de forma clara y distinta las distintas componentes de mi personalidad -como nos enseñaría el gran filósofo Descartes, que era militar profesional y, por lo tanto, científico y matemático, cosas ambas muy prácticas para un artillero, lo cual nos da una ligera idea de lo complejo de su personalidad y de su pensamiento- . Yo tampoco sé distinguir muy bien, aunque sé que a veces es necesario, entre mis múltiples 'condiciones' de varón, zamorano, cristiano, cura y, últimamente, paciente de Linfoma de Células del Manto, amén de otras peculiaridades secundarias que me hacen ser seguidor de tal equipo de fútbol, amante de tal música o cual literatura y otras muchas que tienen alojamiento en mi sistema neuronal y que arriesgan con bloquearlo ¡pobre!

A todo lo anterior debo añadir la pretensión de ser sincero, muy conveniente cuando se escribe o se habla para otros, Y así, el ser creyente no me ahorra inseguridades, dudas y angustias. Precisamente por eso, y por respeto a los indiferentes religiosos -esa 'religión' tan abundante hoy en día-, a los agnósticos o a los ateos militantes que puedan leer estas líneas, empezaré comentando un refrán popular, aunque bien sabemos que en los refranes hay razones para todo y para lo contrario de todo. A ver, no te enrolles, el refrán?:" No hay mal que por bien no venga".

Cuando yo ya me temía que alguien, con autoridad sobrada para hacerlo, dirigiéndose a mí, iba a pronunciar la palabra 'cáncer', se me cayeron los palos del sombrajo, por breves días me quedé colgado de la brocha y, para no romperme la crisma o ahogarme al caer al barro que, de repente, había anegado mi vida, tuve que aceptar a marchas forzadas mi enfermedad y las limitaciones que ésta y su tratamiento me impusieron.

¿Qué bien hay en padecer un cáncer? En principio, ninguno, pero la experiencia de estos dos últimos años me ha ayudado, me está ayudando a recuperar bienes mayores. Cuando estamos razonablemente bien de salud la vida moderna -o postmoderna- que llevamos nos impulsa, casi que nos obliga a producir, a cumplir con nuestros deberes, a responder a demandas que la Sociedad, o sea nosotros mismos, nos impone. Fruto de ese estrés, una consecuencia natural, puede ser un descuido generalizado de lo esencial: la familia, los verdaderos amigos -una enfermedad grave es un buen momento para discernir quiénes son verdaderos amigos y quiénes meros compañeros de viaje, más o menos interesados-; la vida interior, que vuelve a tener la oportunidad de reflejarse en la conciencia porque la enfermedad ha pausado el reloj del tiempo; la Naturaleza que nos rodea -la hermana madre Tierra, de la que se enamoraba San Francisco de Asís-, de la que volvemos a sentirnos uña y carne; diferenciar entre los negocios, las ocupaciones, importantes y los secundarios; captar la hondura existencial del mero despertarse cada día y asistir al don de la salida del Sol, que simplemente reaparece, indiferente a mí, tras su viaje nocturno detrás del horizonte, pero que en mi conciencia es percibido como un don; o contemplar la caída de las hojas en otoño como un fenómeno de nostalgia interior?las pobres y marchitas hojas, que ya han cumplido su función y vuelven a ser polvo sin sentimiento alguno, pero preñadas ya de primavera, dispuestas, sin saberlo, a volver a nutrir al árbol desde las raíces.

Cuando te diagnostican una enfermedad importante todo lo que te rodea, sobre todo quienes te rodean, recuperan su verdadero valor y, lo que es más importante, me hago consciente de ello y lo vivo con intensidad, urgido por la posible falta de tiempo, o bien que éste, contra todo pronóstico, se ha parado en mi conciencia.

No se trata, por lo general, de hacer cosas o darte caprichos que en una vida "normal" no pudieras cumplir, porque la propia enfermedad puede limitarte. En lo que se refiere a las personas que queremos, la relación con ellas entra en una nueva profundidad. Cuando tenemos buena salud corremos el "riesgo" de intentar ser protagonistas, esforzándonos en querer a las personas, ayudarlas, animarlas?Con toda nuestra buena voluntad, podría ocurrir que, en realidad, estuviéramos intentando dominar la situación, estar por encima de ellas.

Pero cuando caemos gravemente enfermos, necesariamente nos hacemos dependientes, tenemos que dejarnos cuidar, hemos de dejarnos querer. Y es más difícil dejarse querer que querer activamente a las personas. Cuando nos encontramos dependientes, surge la bendita oportunidad de que nos quieran no por lo que tenemos, ni por la posible brillantez de nuestras cualidades personales, sino simplemente porque existimos.

La experiencia de dejarnos querer y cuidar nos devuelve de alguna manera a la infancia, cuando éramos un mero pequeño proyecto. El amor con que nos amaban era gratuito, pues no podíamos todavía devolver ese cariño?no habíamos madurado aún. Recuperar esa experiencia de gratuidad, ahora vivida con plena consciencia, es un regalo impagable, un don sin ningún merecimiento por nuestra parte, una oportunidad real de escapar al ciclo comercial, utilitarista, práctico que domina nuestra sociedad y nuestra cultura, cultura tantas veces "de descarte", como denuncia el Papa Francisco. Nuestra vida, antes "normal" ahora tiene la gran oportunidad se humanizarse en profundidad.

La enfermedad no es sólo una experiencia espiritual. Tiene también dimensiones económicas importantes. El alto coste de nuestros tratamientos es un signo de que en nuestra civilización la persona sigue siendo lo más importante, aunque de momento no sea productiva. Todos hemos cometido muchos errores en la vida; una grave enfermedad puede ser la ocasión de que nos perdonen y nos den una nueva oportunidad.

Y, como creyente ¿qué más puedo decir? Que una enfermedad grave es la ocasión de dejarnos amar por Dios y por el prójimo, una oportunidad para que la palabra "¡Gracias!" no se nos caiga de la boca porque no seamos capaces de acallarla ni en nuestro corazón ni en la conciencia: gracias a Dios, a la familia, a los amigos, a los médicos y profesionales sanitarios en general, a los investigadores del cáncer, al sistema de la Seguridad Social. Gracias a la vida, de la que somos mucho más conscientes, ahora que está "en el Límite". Una ocasión de gracia para vivir la infancia espiritual, que es la experiencia de fe más honda, el sabernos y sentirnos queridos por Dios, únicos para Él, perdonados y amados más que nunca, preferidos porque somos más débiles.

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