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Del desamor
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Del desamor

Actualizado 30/08/2016
Rubén Martín Vaquero

Debí separarme hace tiempo; quizá cuando advertí que con mi escaso marido cuanto más ponía yo en nuestra relación, más perdía; o al percatarme de su insaciable yo, para quien todo era poco, o nada; o al tomar conciencia de su íntima convicción en una vida de amo o de príncipe, con la mía puesta a su servicio. Debieron criarlo en la falaz creencia de que se lo merecía todo? y más, y mira por donde este ser trivial encontró la tonta que al principio se lo daba pretendiendo hacerle feliz?, que tampoco. Porque hay que decirlo; nunca estaba satisfecho. Yo podía madrugar para ir a la compra, hacer la comida y poner la mesa, que entraba el señorito, estirado, arrogante, soñándose entre merced y señoría, y soltaba: "falta el pan". ¡Coño! no se había dado cuenta que "alguien" había tenido que ir a comprar; "alguien" se había pasado dos horas cocinando y "alguien" había puesto la mesa. Sólo se percataba que a "alguien" se le había olvidado llevar el pan a la mesa.

Cuando yo protestaba por sus aires de superioridad, por su egoísmo y falta de empatía, él soltaba; "yo no digo que lo hagas tú". A lo mejor esperaba que viniera su madre, o el servicio de la Casa Real, o los marcianos a satisfacer sus necesidades. Peor era cuando después de enfadarme y darle la tabarra, se venía arriba y soltaba; "el domingo hago yo la comida". Salir del humo para caer en el fuego. Concentrado buscaba una receta en Internet (le habían enseñado a manejarlo en el trabajo) y seguía al pie de la letra las indicaciones de la "tontopedia". Dos días antes de la hora "H" me hacía una lista para ir a comprar los ingredientes, que no bastaba con patear un hipermercado, sino había que dedicarle toda una tarde en tiendas especializadas. Tiene guasa, porque a él lo que más le gustaba eran los callos, la jeta y la fabada. El día "D", se levantaba y sin asearse se ponía manos a la obra. Nunca mejor dicho, porque excepto batir cemento y pegar ladrillos, por allí desfilaban todos los aparatos y cacharros de la cocina, con decir que un día encontré uno que desconocía que tuviéramos? "Nos lo regaló mi tía Felisa en la boda" ?me explicó cuando mostré mi sorpresa al lavarlo. Lo tendría escondido en una maleta, digo yo. Después de varias horas de trajinar, de manchar docenas de cacharros, de descolocar botes y tarros -donde los usaba los dejaba-, y de expulsar de la cocina a los incautos que asomaban por ella -alegaba que le desconcentraban-, aparecía con su media cuchara y la miseria de un guiso, siempre mínimo, como si hubiera descubierto la piedra filosofal y la sacase por reducción de alguna redoma.

¡Ay! Qué a gusto estoy sin ese hombre menudo, por no decir mezquino y tacaño, que cada euro que gastaba era como si se lo sacasen de los riñones. Lo que derrochaba eran ojitos a todas las mujeres con las que se cruzaba, esperando que le devolvieran la mirada o se quedaran mirándole más tiempo de lo normal. "No caerá esa breva" ?pensaba yo cuando le veía sonriendo a una mujer. Pero no hubo suerte, porque además era cobarde. Las reclamaciones las tenía que hacer yo porque él sólo se le ocurría decir; "no le pagamos y se acabó". Pero cuando venían a cobrar, no daba la cara, se escondía y yo tenía que mentirles asegurándoles que no estaba, que volvieran otro día, y otro, y otro, a ver si se aburrían.

Por fin me decidí el mes pasado y despedí al mediocre. Seguro que estará buscando otra tonta. Lo que más me duele es que se haya pasado todos estos años intentando cortarme los pies para que él pareciese más alto. En las reuniones con nuestros amigos, o en las tertulias, comidas y cenas, casi prefiero no entrar, que hasta ellos se daban cuenta y se miraban unos a otros. Era comenzar yo una conversación y él cambiaba de tema y se ponía a hablar de otra cosa, y si no se le ocurría nada, me quitaba la palabra hablando más alto para repetir lo que yo estaba diciendo, o lo que él había escuchado a los tertulianos en la televisión, cuando hacía zapping en los descansos de los partidos de fútbol, o mientras pasaban la publicidad en los programas de deporte ?se agarraba al mando como la beata al misal, que, incluso, se lo llevaba cuando iba al aseo-. La cuestión era estar siempre por encima de mí y callarme. ¡Por qué habré tardado tanto en largar a ese zángano!

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