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Ya se apagó el barullo
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Ya se apagó el barullo

Actualizado 26/08/2016
Eutimio Cuesta

Ya se apagó el barullo | Imagen 1

Por fin, llegó la paz a la villa. Buena parte de sus casas ha echado el cerrojo hasta el año que viene; y ahora, tras el barullo festivo, se respira silencio, tranquilidad y la paz del que aquí no pasa nada. Es la impresión que sacas cuando sales a la calle; y esta pesadumbre sólo la interrumpe algún coche aparcado con la compañía de algún berrete de paja, adosado al cobijo de sus ruedas; y por algunos forasteros, los no sometidos a horario, que esperan que sus nietos empiecen las clases para tomar la carretera y marchar a cumplir con su obligación de abuelos.

Hasta que llegue la Virgen, se refocilarán con la nostalgia de los recuerdos de su infancia, de sus antiguos oficios y de los encuentros con sus amigos y vecinos.

Y, entre ellos, me encuentro yo, aunque lo de los nietos no me toca, porque viven lejos y ya van para grandes; pero sí me entretengo en hablar con la gente, pues, aunque el pueblo se queda silencioso, con sus calles casi vacías y la mayoría de sus casas candadas, queda fresca la voz de la palabra sabia, que aún conserva las ganas de contar cosas. Y disfruto escuchando a nuestros mayores, pues, a pesar de que yo empiezo a ser mayor, todavía la juventud, que llevo dentro, se resiste a dejarme solo.

Y me topé, en mis andaduras, con mi amigo Román, que, de chicos, íbamos y veníamos juntos de la escuela de don Jesús, de las escuelas de Santa Ana. Y cuando llegábamos de la escuela a la calle Retuerta, en el rincón, que formaban las casas del tío Mocito y de Bichín, el de la Rosario la Morenita, nuestras madres tenían la costumbre de juntarse, después de fregar, al abrigo de la manta y del varal, a zurcir calcetines, a hacer media, a dar la vuelta el cuello de la camisa o a poner culeras y remiendos a los pantalones, (y mil cosas más), para apatuscar a los más chicos, con los hatos recosidos de los mayores.

Y nuestra obligación respetuosa era cumplir con el ritual para con los mayores, que ordenaba rezar a los dos juntos (Román y yo) el "bendito", y, seguidamente, besar la mano de cada una de las tertulianas. Y, si algún día se nos olvidaba, nos reprimían: ¿¡Qué se hace cuando se llega de la escuela!? Y nosotros, como no queríamos quedarnos sin merienda, nos poníamos de rodillas con las manos juntas, y rezábamos el

"Bendito, alabado,

sea el Santísimo

Sacramento del altar,

de María Santísima,

Madre de dios,

Señora Nuestra,

concebida sin mancha

de pecado original.

Amen Jesús.

Les besábamos la mano dos o tres veces, y, con esta martingala, asegurábamos la merienda y el correr por la plaza de la Leña.

Y me entretengo, mientras paseo por el rastrojo, trayendo a colación estos recuerdos.

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