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Vacaciones de verano
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Vacaciones de verano

Actualizado 05/08/2016
Luis Miguel Santos Unamuno

Las vacaciones de verano, como las navidades, jalonan nuestra vida. Se pasa por ellas cada año un año mayor, valga la tautología, y en mayor medida que otros periodos dejan unas huellas que permiten ubicar con más facilidad los recuerdos que de otra manera tienden a confundirse con el tiempo entre los vericuetos de la memoria.

Siguiendo el rosario de vacaciones escribes una crónica sentimental de tu crecimiento. Las primeras que intuyes, más que recordar, las has construido gracias a fotografías que te han mostrado luego de mayor. (Hoy día cualquier adolescente tiene un archivo de imágenes en un número que rondará el millón ya desde las primeras ecografías que conservará su madre. Pero hace 50 años no todas las familias tenían su aficionado a la fotografía. Mi padre lo era y con su vieja Voigtlander nos ayudó a fijar esos recuerdos.)

Estarán unidas, casi seguro, a una playa con un bañador lleno de arena mientras tu madre vigila en la distancia.

Vacaciones de verano | Imagen 1 Los años de la niñez y la primera adolescencia parecían enlentecerse durante el periodo escolar, de septiembre a junio (no estudiábamos en colegios mixtos, ni siquiera luego el instituto) pero al final, con el calor, se descorría una cortina detrás de la que había eras de trigo, bicicletas compartidas, meriendas con los adultos, y cenas, cine al aire libre, escozor de piel quemada imprudentemente por el sol. No en vano el verano empieza con la noche de San Juan, la noche más corta, que tiene algo de trasgresor, de final del frío, de glorificación del fuego, como debían de tener (antes de convertirse en una carnavalada) los Carnavales.

Con los calores de verano se iniciaba la temporada de las piscinas (para otros habrá sido el baño en el río, también inspirador de poetas del pasado) y un día te daba un vuelco el corazón al irrumpir en el papel couché las fotos de Carolina de Mónaco en bikini. (El que no lo vivió que se abstenga de criticarme por frívolo.) En esas piscinas era fácil hacer grupos, tontear, confundir interesadamente la aguadilla y las peleas en broma con el roce de los cuerpos en serio, entre el ardor y el terror -las chicas no eran fácilmente accesibles entonces y todavía nos confesábamos con curitas preguntones-, o perder el autobús adrede para volver andando.

Luego los viajes de familia, aunque mantenían como destino la playa, se diferenciaban de los primeros en que conseguías las primeras libertades nocturnas, casi siempre en el levante o el sur. El norte había quedado para la gente bien y con posibles, el sol era esquivo allí y no era fácil retener a varios churumbeles en un pequeño apartamento mientras llovía tras las ventanas. Los hermanos eran tu pandilla aunque una diferencia de edad de un año era un mundo en la adolescencia. Luego, por fin un día consigues que tu padre te deje el coche y todo cambia, eliges los destinos, y se confunden el tiempo de formación y el tiempo de vivir y ya las fotos las haces tú. Y un día descubres, casi decepcionado, que aquello que te pasó con aquella chica desconocida se llama amor de verano y no eres el único ni la única que lo ha sentido (¿es verdad que Shakespeare llamaba flor de verano a la lujuria?) sino que nos pasa a todos y no es excepcional ni eterno.

La ficción también se introduce en nuestras vidas y los recuerdos de las vacaciones de verano de otros se entreveran entonces con los tuyos. Ningún adolescente de mi generación habrá dejado de extasiarse con la bellísima Jennifer O'Neil en aquel Verano del 42 que revivimos a principios de los 70. Todavía me pasa cuando la reponen en la tele. Años más tarde (tengo una hermana que se queja a menudo de que la ficción era muy androcéntrica y que esas cosas no le interesan, y tiene razón) compensé con una cierta visión femenina de la mano de Esther Tusquets en El mismo mar de todos los veranos. Y quién me iba a decir a mí que tendría que acabar agradeciendo a Antonio Banderas, sí, el de Átame y la Griffith, que dirigiera con esa capacidad nostálgica la película El camino de los ingleses sobre el libro de Antonio Soler.

Habrá quien haya estado en verano en países extranjeros aprendiendo idiomas y demás, quien habrá echado horas en la lenteja -nunca hice cosa más dura- o en la postrera vendimia donde compartí la hotte con Rubén con quien ahora comparto estas páginas. Habrá quien haya estado de camarero en la costa (también lo hice aunque tardíamente y fue inolvidable), quien en noches del mes de junio haya preparado oposiciones encerrado a cal y canto, quien con mochila y saco de dormir haya compartido las aglomeraciones de los festivales de música. Pero estoy seguro de que todos tenemos emociones y recuerdos ligados a estas fechas (también dolorosos pues la carretera se cobra entonces más víctimas que nunca) y desde aquí quiero homenajearlas, por decirlo así. Un día llegará en que habrá verano, pero no vacaciones, pues los jubilados ya no las esperan, anhelantes.

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