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La entereza
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La entereza

Actualizado 22/08/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Robustiana está muy entera. Eso dice. Y cómo no va a estarlo si está en posesión de la verdad. De toda la verdad. O eso se cree en su miopía y en su cinismo. La verdad en este caso es un saco de mensajes espiados y una ristra de grabaciones inmorales, lo cual en su fuero interno, obviamente interesado y parcial, la coloca en una posición de dignidad indiscutible. Y todos los demás, que osen no decirle que sí a todo, son unos estúpidos hipócritas. Malos malotes.

A uno le ha interesado siempre este concepto de la hipocresía, como actitud psicológica, y más si va acompañado de ese complemento aparente, que es la entereza, síntoma en algún caso de un absolutismo cerril, de una impostada inflexibilidad y de una ausencia total de empatía, que a su vez es consecuencia de una debilidad innegable y de una desconfianza contra todo lo que se mueva.

Según cierta teoría será hipócrita la persona que le dice a usted alguna cosa con total impasibilidad, pero que luego no coincide con las verdades que usted encuentra en sus archivos elaborados con esmero. Sin embargo, según estas mismas mentes preclaras, no es hipócrita la persona que de manera enfermiza se dedica a bucear conversaciones ajenas, a acumularlas, mientras sigue como si nada hubiera pasado disfrutando de la hospitalidad de las víctimas incautas de sus aficiones ocultas. Un momento. ¿Pero el hipócrita no era el falso, el fingidor, el mentiroso?

Sí, en esta curiosa doctrina cualquiera aprecia una importante incoherencia argumental, siempre en beneficio particular. Se trata en el fondo de tranquilizar la conciencia, muy escocida y necesitada de apoyos. Es comprensible: los avatares de la vida suelen ser duros y la tergiversación de la realidad es una comprensible arma de supervivencia.

Así, quien desde su pedestal menosprecia a quien quiere ayudarle si no oye de su boca lo que espera oír, se encuentra en ocasiones ante la tentación de creerse sus reiteradas mentiras. Grave problema para su propia tranquilidad y, entre otras cosas, para conciliar bien el sueño.

Se plantea como una estrategia de defensa de escasos vuelos, porque servirá para sentirse grande por unos momentos, pero luego, tras la desaparición del primer efecto, le dejará como estaba. O aún peor: enfrentada a su escasa altura ética.

Y es que en estos casos la entereza no es más que un castillo de naipes, en cuya base está un as, podrido y desvencijado, artificioso y simulado, que al menor soplo del aire se derrumba con estrépito y deja sólo en pie un amargo sabor a derrota, y la evidencia de que desde hace años navega a la deriva.

Lo infame es el orgullo mal entendido. La sensación de que el resto del mundo -bueno, el resto del mundo salvo papuchi- está equivocado. Que una no es capaz de errar aunque quisiera y que el haber hartado a los que están alrededor es sólo un efecto propio de haber tenido cerca a mala gente. Un mero problema de puntería al elegir a los amigos. Una verdadera lástima.

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