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Así somos
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Así somos

Actualizado 18/06/2016
José Ángel Torres Rechy

A la persona que me lo contó

Tenía que llegar a C. antes del lunes. El trayecto no era excesivamente largo, pero debía pasar por tramos de autovía en los que no podía andar. No sabía cuánto tiempo me llevaría hacer dedo. Me esperaban con ansia, e incluso con pesar, por lo que yo había hecho en el pasado. No podía fallarles. Debía estar ahí el lunes.

No llevaba conmigo más que una chivilla. El paquete estaba envuelto y sujeto con celo a una bolsa del interior. Me quedaban dos bocatas y un refresco (al mediodía, una mujer generosa me había regalado tres). Partí al ocaso, cuando conseguí subir al tren de la estación de P.

Con mucha discreción, me hice de un sitio al lado de una pobre viuda. Los bultos de su carga me impedían estirar las piernas, pero me ocultaban de la sospecha del supervisor, haciéndome pasar por su hijo. Mi corazón se reconfortó y cerré los ojos. La primera etapa del recorrido, por lo que podía advertir, quedaba resuelta. Podría llegar a H. sin problemas. Allí vería a Pedro para recoger la otra parte del paquete.

Casi pierdo la estación de H. Abrí los ojos cuando escuché que la máquina del tren comenzaba a andar de nuevo. Pegué un brinco y caí en la dársena. No pude creer que no hubiera rodado por el suelo. Me quité unas migas de pan que seguramente cayeron en mi hombro cuando la viuda comió, mientras yo dormía. Me ubiqué en la estación. Vi de inmediato el sitio acordado. Justo a ese banco debía llegar Pedro.

No tardó en aparecer ese hombre alto, a quien veía por primera vez, pero de quien conocía todos sus portentos. Andaba de boca en boca por el pueblo. Todos hablaban de él, aunque para la mayoría no era más que un mito, una invención de cualquier hombre sentado a la mesa con una botella. La cicatriz en la mano era la señal inconfundible de que se trataba de él.

Casi no dijimos nada. Se limitó a mirarme de soslayo, con seguridad compadeciéndose de mi aspecto. Con su tosca mano me quitó otras migas del hombro. Yo saqué un bocata y se lo di. Él lo cogió con un gesto cortés, pero lo tiró a la papelera. Me dijo que gracias, pero que no hacía falta. Me pidió la chivilla. Como si él mismo hubiera puesto el paquete que yo llevaba ahí, lo sacó, me dio el último bocata con el refresco, también tiró la chivilla a la papelera y me dio el resto del paquete. Es mejor así, me aseguró. Colócalo en este sitio de tu abrigo. Ahí nunca nadie lo verá.

La noche estaba cerrada. El frondoso bosque a lo lejos inspiraba un sentimiento de confusión o perplejidad. La tierra todavía estaba húmeda por la lluvia. Al otro lado de la dársena, un borracho se apoyaba contra la pared y contaba unas monedas. La cafetería estaba cerrada. Alguien se había dejado un libro en el suelo.

Pasaron dos trenes en dirección opuesta y finalmente llegó el mío. Pedro se había despedido diciéndome que nada de lo que se decía de él era verdad. Todo son ficciones, me susurró, casi sin sacar las palabras. Esa es la pura verdad. Escuché caer al suelo las monedas del borracho cuando yo subí al tren.

Por fin podía dormir tranquilo. A mis anchas. Prácticamente, solo iba yo en el vagón. Metí mis manos en el abrigo para calentarme y sentí algo. Saqué un billete y una nota: «No llegues a C. cansado. Duerme. Usa esto para pagarte una noche en la Pensión Barcelona. Estarán avisados.» No lo había notado, pero me había dormido cuando estaba con Pedro. Él había escrito ese billete. Lo rompí y tiré los restos por la ventana. Tenía ocho horas de viaje por delante.

El sábado y el domingo no surgió ninguna complicación. Hice el resto del recorrido en el camión de un joven portugués que había ido a buscar suerte a México. Hablamos lo que siempre se habla en esos casos: de mujeres, fracasos y de asuntos sin importancia. Le pagué las cervezas con el dinero que me quedaba.

Creo que mencionó que volvería a Coímbra porque tenía cosas pendientes con no sé quién. Parecía decidido, aunque no le presté mucha atención, no creía todo lo que me decía. Así son todos, pensé. Así somos.

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