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Presunción de culpabilidad
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Presunción de culpabilidad

Actualizado 26/02/2016
Luis Miguel Santos Unamuno

Estoy casi seguro de que en lo que me queda de vida no van a acusarme de haber matado a Kennedy, medianamente seguro de que mis vecinos no van a quejarse de ruidos de martillazos un sábado por la mañana y no puedo asegurar del todo si la policía municipal me va a multar o no por cruzar la calle en un lugar sin paso de peatones. Cuestión de posibilidades. Pero si suena el timbre de mi casa y un agente judicial me entrega una citación y un policía me pone unas esposas seré, por supuesto, inocente hasta que la justicia determine lo contrario, si lo determina, pero está claro que seré presuntamente culpable puesto que un juez habrá encontrado indicios suficientes como para ordenar que me vengan a detener a casa o a citar a una vista (si exceptuamos las medidas que, para garantizar una mejor tutela judicial a las mujeres, se toman contra los acusados por violencia de género). Pido perdón si atento contra el derecho procesal.

Que sea preciso que el acusador, ya sea el fiscal del Estado o un particular, demuestre la carga de la prueba en un proceso no invalida que cuando se inicia un procedimiento, algo costoso en dinero y recursos, es porque existen indicios de culpabilidad contra una persona, no de inocencia, y que un juez los ha tenido en cuenta. (Lo que no impide que existan guantánamos, violaciones de los derechos humanos y desapariciones, o, más cerca, limitaciones a derechos como la libertad de expresión. Pero son noticia y contra ellos luchamos.)

Quizá es que soy un iluso y eso que he pleiteado sin cuento contra la Administración, perdiendo casi siempre, pero aún creo que vivo en un mundo no dominado por un Deus ex machina perverso. Aunque esa -relativa- confianza en la Justicia como el mejor sistema para regular nuestra convivencia (y no andar a garrotazos unos con otros) tenga que soportar vergüenzas como la del caso Naseiro donde todos escuchamos, ya por los 90, los tejemanejes de recalificaciones de terrenos y sobornos de unos responsables del PP que a la postre quedaron libres por deficiencias en el proceso. Proclamaron que eran inocentes queriendo confundirnos confundiendo interesadamente la inocencia judicial con la moral. No coló, aunque Zaplana aún medró en política unos años más.

En los ostentóreos (que diría el finado Gil y Gil acertando en su confusión con un interesante neologismo) tiempos que vivimos en los que la prensa airea desde las arrugas poco favorecedoras de una estrella hasta el entramado corrupto de unos concejales el socorrido argumento de tener que esperar a que haya sentencia firme respetando la presunción de inocencia no engaña ya a nadie. El único concejal del Ayuntamiento de Valencia no investigado, imputado, encausado o procesado sí que desprende un perfume a presunto inocente. Los otros nueve, detenidos, lo que despiden es un tufo a presunta culpabilidad. Y eso en cuanto a los delitos que conllevan penas de multa o cárcel. Pero en lo que respecta a la pérdida de confianza de los ciudadanos en una ya ex-política que da el cante oculta entre visillos la pena no se mide en multas de un tanto de euros por día sino en escándalo público y demorar el momento de enfrentarla no indica nada bueno. No estoy diciendo, porque no soy quien, que Rita Barberá haya cometido ilegalidades aunque tiene toda la pinta; pero lo que está claro es que yo no la elegiría delegada de la clase.

Los políticos y su corrupción, los jueces aplicándoles la ley, el mundo al revés. Se queda uno sin referencias. Porque a mí no me parece mal eso que ahora atacan todos los partidos: que la justicia esté politizada. O, por decirlo así, me parece normal. Porque, ¿cuál es la función de un juez?, hacer que se cumpla la ley, esa ley que se ha elaborado en el Parlamento y que siempre tiene un margen de discrecionalidad. Son meros técnicos, correas de transmisión. Y no me gusta que configuren una casta cerrada ni que se perpetúen endogámicamente. Prefiero que la gente -como se dice ahora- puede influir sobre esos jueces a través de sus representantes elegidos y que configuran el Legislativo, prefiero que las leyes sobre el aborto o la posibilidad de protestar en la calle las hagamos los ciudadanos y no al revés. Y prefiero que el órgano que a su vez controle a los jueces no esté formado sólo por jueces de carrera sino que lo controlen de alguna manera los partidos políticos según las mayorías de cada momento, porque quiero creer que los partidos somos nosotros o por lo menos antes lo éramos, antes de que se instalara este sinsentido, antes de que nos traicionaran nuestros elegidos y los jueces tengan que juzgar a los políticos, perdón, a las personas que han dejado de ser políticos y se han dejado invadir por ese malvado Hyde que, parece irremediable, todos (y todas, apliquemos bien el lenguaje) llevamos dentro.

¿Se imaginan un país en el que los políticos fueran honrados?, ¿cuál sería entonces el problema de la politización de la justicia?

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