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Actualizado 19/02/2016
Luis Miguel Santos Unamuno

Necesito a Camus. Debe de ser el autor más utilizado e incluso manipulado a diestra y siniestra cuando alguien quiere enarbolar la bandera de la dignidad (desde la óptica de ese mismo alguien, claro) y no encuentra las palabras. Ese es mi caso ahora y pidiendo perdón por postura tan pretenciosa, voy a buscarlo. Al Camus que en un momento de su vida empezó a denunciar los excesos que no podía dejar de percibir en la ideología que había abrazado hasta entonces. El Camus que seguramente se sintió más libre que nunca "si tiene razón Nietzsche en definir al hombre libre 'como aquel que piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su origen, de su medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en su tiempo'". La cita no es mía, claro, se la he robado a Fernando Savater.

Lo necesito, a Camus, porque espero encontrar en él lo que no encuentro a mi alrededor donde sólo veo posturas monolíticas, inasequibles al desaliento, a la crítica de lo que se siente propio que, parece que por eso mismo, debe ser siempre verdad. Aunque afianzarse en las propias creencias es seguramente algo consustancial al ser humano como miembro de un grupo, cuando esa autoafirmación es exagerada nos hace perder la razón. Así, se ejemplificó sobremanera cuando emergieron las noticias sobre las presuntas corruptelas del clan Pujol: para mi sorpresa los que más deberían haberse sentido estafados en sus bolsillos y estafados en su corazón, aquellos que creían en él, fueron los que más lo defendieron comulgando con ruedas de molino. Y esta cerrazón la percibo cada vez más. Recientemente con el asuntillo de los titiriteros cada parte era capaz de encontrar argumentos en un sentido o en otro. Vendría bien que nos ejercitáramos en esa estrategia que usamos en la tutoría del insti de obligar a debatir a dos grupos en una clase asignándoles la parte contraria a su opinión inicial.

Me voy a permitir tomar una metáfora de la psicología del desarrollo con permiso de Jean Piaget. En una de sus geniales explicaciones del desarrollo cognitivo menciona dos procesos antagónicos, el de acomodación, por el cual, simplificando mucho, ante cada información nueva que desafía la anterior el cerebro la acepta y desecha lo previo; y el de asimilación por el cual la información nueva es incorporada al organismo pero este encuentra explicación para ella y no cambia sus estructuras. La interacción de ambos procesos, que sería lo normal, produce la adaptación del individuo y con ella su desarrollo. Pues bien, en política el primer proceso de acomodación nos daría un individuo que damos en llamar chaquetero, fácil de convencer y que cambia de partido político continuamente. El segundo proceso, el de asimilación pura, nos daría lo que parece ser el modelo actual, el ciudadano que ignora cualquier información que pone en duda sus creencias previas y para la que siempre encuentra una explicación salvadora que le permita sentirse seguro.

Periodistas e intelectuales a los que admiro y políticos que no se dejan admirar analizan la realidad matando al mensajero que la pone en pantalla y encontrando explicaciones para todo que siempre armonizan con sus ideas previas. Enredados en una realidad que percibimos como un tablero de ajedrez con dos facciones de diferente color enrocadas casa una en su esquina o como los juegos de suma cero en los que uno gana lo que el otro pierde, acabamos enemistados (cuando no odiando abiertamente) con aquellos que sospechamos o sabemos que han votado a opciones contrarias a la nuestra, aunque coincidamos en un ascensor que se vuelve opresivo durante treinta segundos o compartamos mantel hasta que a los postres, enconados, nos dejemos de hablar. Últimamente ya sé lo que me van a decir los amigos con los que hablo de política. Es aterrador pensar que quizá ellos estén pensando lo mismo de mí.

Ya estoy aquí, de vuelta. Con Camus. Sabía yo. Miren lo que he encontrado. En el tomo 5, el último, de las Obras que con un criterio cronológico compiló Alianza Tres. En los Carnets, 3, allá por el año 1951. "Vuestra moral no es la mía. Vuestra conciencia ya no es la mía". "La prensa no es más verdadera por ser revolucionaria. Sólo es revolucionaria cuando es verdadera". Lo dicho.

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