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Trazos de luz
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Trazos de luz

Actualizado 09/01/2016
Rafael Muñoz

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Las lecturas, todo tipo de lecturas, ayudan a considerar la realidad con otros ojos y a agrandar el globo que se despliega cuando miramos una parcela del mundo, un objeto, un ser, para dotarlos de detalles o para hacer surgir mil historias. La calidad de nuestra fantasía, de lo que nos contamos, no depende solo de nuestra inventiva, necesita nuevos impulsos, saberes, imágenes relatos.

Michéle Petit

El vivir en una cierta globalidad informativa (tampoco conviene engañarse más de la cuenta), nos ha llevado a conocer otras costumbres en torno a estas fechas festivas que acabamos de finiquitar, además de las adscritas a la órbita de las tres grandes religiones.

Conocemos otras, más antiguas, relacionadas con el sol o su carencia, con el inicio del solsticio de invierno (en el hemisferio norte, no lo olvidemos) que no significan otra cosa que los días inician su lenta andadura hacia la luz para comenzar a acortar la noche, las tinieblas.

Pensaba en todo esto al recordar la historia con la que cierra su libro, Leer el mundo, la autora de la que ya les hablado en otras ocasiones, Michèle Petit, y cavilaba también sobre el sentido más profundo de la acción de regalar, tan desafortunadamente mediatizada por la dictadura del mercado.

Nos cuenta Petit:

París, al final de la tarde. Llueve a cántaros. [?] Cielo pesado, ciudad gris, transeúntes vestidos de negro, cada uno con su paraguas, empapado, el rostro triste de este invierno que no se termina. Llega el tranvía, la multitud se apresura para entrar y yo también. Frente a mí, en sentido contrario, un adolescente con jeans, zapatillas y auriculares en los oídos, mira algo detrás de mí. Cruzamos las miradas, me sonríe y señala algo con el dedo, en el cielo. Me doy la vuelta. Veo un arco iris casi completo, de colores intensos, en este cielo gris oscuro, por encima de la ciudad. Es muy hermoso, muy raro. Le sonrío a mi vez.

Tiene 16 años, yo cuento con 50 más, no tenemos nada en común, pero necesitó compartir lo que había visto, lo que lo había sorprendido, maravillado.

La autora dedica (regala) el libro a ese joven como agradecimiento a ese momento compartido por los dos; se trata de un regalo desinteresado, sabiendo que posiblemente su gesto nunca llegará a ser conocido por el compañero con el que ha compartido mirada; hablamos de un regalo de estirpe generosa, el de los dos, sin que medie pago alguno que no sea el disfrute de esa luz polícroma de forma conjunta.

Otro tanto ocurre con el libro de la antropóloga francesa, generoso en sus incontables ofrecimientos; tanto es así que, después de haber hablado con pasión de él semanas atrás, quedan temas para compartir que ahora les acerco a todos ustedes.

Habla la autora sobre las relaciones de la actividad artística con lo cotidiano, de cómo ésta puede ofrecer sentido a lo que acaece todos los días. Su convencimiento se apoya en el relato de diferentes experiencias, porque tiene la certidumbre, compartida por muchos de nosotros, de que la literatura y otras manifestaciones del arte nos socializan y forman parte esencial de lo humano. Son los mediadores, en estos casos que nos cuenta, los que hacen posible estos 'encuentros' a través de sus intervenciones, buscando los encajes que permitan que la cultura se adhiera en nosotros como parte de nuestra piel, de nuestro cuerpo.

¿Para qué? ¿Con qué motivo?

Para dar sentido, para mirar con otro ojos aquellos que tenemos a nuestro alrededor, para completar a través de lo imaginario, un mundo que sentimos falto, que nos muestra sus carencias. Acude [Img #525708]la autora a Pascal Quignard para terminar de aclararlo, y el autor lo expresa, como suele ser habitual en él, con la claridad poética de sus textos: un lazo con lo perdido reina sobre todas las artes.

Yo sumaría también que decir es encadenar tiempos perdidos, acudiendo a la misteriosa, tan solo en su identidad, Elena Ferrante. Y cierro con las palabras que cita Petit de la novelista Siri Husvedt: después de todo, no podemos, ninguno de nosotros puede nunca desatar el nudo de las ficciones que componen esa cosa incierta que llamamos nuestro yo.

¿Y cómo transferimos, comunicamos, acercamos todo esto?

Se pregunta a la autora en otro capítulo de su libro, llevándonos a la primera infancia y a los momentos fundacionales: la lectura en voz alta, la importancia de la oralidad y la constitución de lo afectivo en estas edades, tan significativa, que Mounir Hamam rubrica con acierto, cuando nos dice que una lectura sin mirada es una lectura esquelética, entendida a medias por el espectador.

Para entrar después a plantear la relación que puede establecerse entre la escritura y la lectura con el cuerpo. En este caso nos habla de sus experiencias de estudio realizadas en espacios y contextos críticos, donde la danza, la imagen y el lenguaje verbal se expresan forma conjunta para intentar dar respuesta, 'hacer hablar' a los jóvenes provenientes de entornos desfavorecidos. En toda la casuística que nos relata, la frase fuerza que sostiene, explica y da sentido a lo que cuenta, se vehícula mediante las palabras de la genial Graciela Montes: es desde el cuerpo que nace el misterio y el deseo de descifrarlo.

Además de la experiencias familiares y de los talleres creativos, la autora termina hablando de aquellos espacios de acción permanente (escuelas y bibliotecas) que favorecen estas experiencias de forma continua. Y nos da a conocer experiencias globales de educación artística que luchan contra las pedagogías impuestas, que como en el caso de los espacios escolares, acercan los conocimientos a las personas, no como un fin en sí mismo, sino como instrumentos que ayudan a la construcción de los individuos, resaltando el valor de las humanidades como prácticas para favorecer la conversación y la elaboración conjunta del pensamiento.

O cuando se refiere a las bibliotecas como espacios para el intercambio de la vida cultural: lugares donde pensar de manera transversal, donde se cruzan libros y arte, literatura y ciencia, donde se vincula lo impreso con lo digital, donde se producen eventos, donde percibir de forma continua nuevas formas de sociabilidad cultural.

Todas estas acciones culturales de las que habla a lo largo del libro son necesarias, hoy más que nunca para, como dice la autora, contener el miedo y transformar las inquietudes o las tristezas en ideas; para obtener apoyos, plataformas que nos permitan actuar, modificar lo que nos rodea, me aventuro a proponer en mi caso.

Dice Belén Gopegui, desmontando un lugar común demasiado enquistado, que la cultura no debiera ser una sección en un periódico, sino que debería estar imbricada en cada una de las otras secciones. Por el mismo motivo, apunta, no creo que deba ser una sección en un movimiento, sino una expresión del mismo y así estar en todas partes y en ninguna.

Cuánta razón acompaña a sus palabras, la cultura debiera impregnarlo todo y no ser bandera, sello o marca de nada, como nos muestra este más que recomendable libro de la autora del país vecino.

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Rafael Muñoz

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