OPINIóN
Actualizado 28/12/2025 19:02:49
José Luis Puerto

Podríamos aplicar a Ángela Serna, poeta vitoriana de origen salmantino, creadora y docente en la Universidad del País Vasco, aquel dictum que Federico García Lorca dedicara a Juan Guerrero Ruiz: “cónsul general de la poesía”. Pues, aparte de su propia creación poética, es una verdadera activista de la poesía, organizando, en su Vitoria residencial y segunda ‘matria’, ciclos y lecturas de poesía cada curso, que mantienen viva esa llama del decir poético, diríamos que de la espiritualidad a través de la palabra, mes tras mes, y siempre con un público entregado y atento.

Vamos ahora a adentrarnos a través de las sendas que nos traza su último poemario, Ese lugar llamado Nunca, editado por ese ya veterano y mítico sello editor zaragozano de Olifante. Ediciones de Poesía (Zaragoza, 2025), que crearan, en su momento, el llorado poeta aragonés Ángel Guinda y Trinidad Ruiz Marcellán, que lo sigue sosteniendo.

Ya en el título advertimos los dos ejes –clásicos y contemporáneos a un tiempo, universales siempre– de que se sirve la autora para su poetizar: espacio (lugar) y tiempo (nunca). Un lugar en ningún tiempo, en todos los tiempos.

La de Ángela Serna es una palabra sobria, misteriosa, enigmática, limpia… que se inscribe en lo que podríamos llamar las estéticas de la esencialidad. Su levedad acaricia y, al tiempo, trata de acercarnos al territorio de la confianza. “(Balbuceos)” subtitula la autora a una de las secciones del libro.

Estamos ante un decir poético vinculado siempre con el propio existir. Y su inspiración parte de los territorios de la vida: el dolor, la herida, la memoria, el silencio, los abrazos, el cuerpo (garganta, boca…), el desamparo, la muerte…

Es una poética existencial la suya. Somos –y reiteramos el concepto indicado– seres desamparados, seres a la intemperie (“vivo a la intemperie”, “A la intemperie / esperándote”; “el miedo a la orfandad”…).

Pero, desde esa nuestra condición de seres a la intemperie (recordemos cómo se trata de una de las señales del ser humano en la contemporaneidad, ya enunciada genialmente en Esperando a Godot, de Samuel Beckett), Ángela Serna busca agarraderos en los que encontrar lo que podríamos llamar territorios de refugio: el tú, el otro; el ser mujer, la condición femenina; y esas cartografías culturales –diseminadas a lo largo de todo el libro– que sostienen nuestro sentido, que nos ayudan a seguir siendo humanos (humanos, demasiado humanos, como proclamara Nietzsche).

El tú es, en ocasiones, desdoblamiento del yo, pero es también el otro. Y aquí surge la imagen de la casa, importante en el libro, como reza la sección titulada “Dónde la casa” y en cuyo paréntesis, en el que la poeta nos regala una imagen advertimos un hermoso sentido: “A quienes, en algún momento, han sido mi casa”. El otro como casa, como hospitalidad.

La memoria, el origen (al que se anhela regresar: “No sé / cómo regresar / a ese lugar llamado Nunca”), la infancia (“te aferras a la infancia”, “a lomos de la infancia”) están muy presentes; como también el tiempo cíclico, estacional (“Cronos trabaja los días”) en el que nuestro existir transcurre. Y, en este sentido, es como si el poema fuera una suerte de ‘Rosebud’, de talismán mágico (como ocurre en Ciudadano Kane, de Welles), que tuviera el poder de devolvernos al origen, a la niñez, a la raíz de la que procedemos.

La presencia de unas cartografías culturales, para dotarnos de sentido, como herramientas para comprender lo que somos, están muy presentes en Ese lugar llamado Nunca. Son clásicas y contemporáneas a un tiempo, van desde Lao-Tse hasta Robert Walser, desde César Vallejo o el Capitán Trueno al mito femenino de Penélope, o también los clásicos de Leteo, Proteo, Sísifo, o el cristiano de Lázaro… Entre otros muchos hitos que configuran este mapa para no perderse, que el lector encontrará a lo largo y ancho del libro.

Una poética, también y sobre todo, del amor. Pese a una declaración explícita (“Eros / desertó de ti”), las señales del amor se diseminan por los distintos poemas. Y también una poética de la búsqueda de la identidad (“¿Quién soy?, pregunta la niña / perdida en el tiempo.”).

Existimos perdidos en el tiempo, a la intemperie, en el desamparo. Pero contamos con una protección: la poesía como casa (en ese sentido en el que ya reflexionara Martin Heidegger), la palabra como casa, el cuerpo como casa, el ser como casa; pese a que existamos “entre aquel temblor y este temblor” y siempre en ese continuo “tensar y destensar”.

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