“La gratitud es la memoria del corazón.”
JEAN-BAPTISTE MASSIEU
“Dios se acerca sin ruido, como la luz que entra por una rendija.”
Meditación anónima
La Navidad llega cada año con una mezcla extraña de luz y de silencio, como si el mundo entero hiciera una pausa para recordarnos algo esencial que durante meses dejamos caer en el olvido. Más allá de las luces, de los preparativos y de la prisa por llegar a todo, este tiempo encierra una invitación profunda al reencuentro: volver a los otros, volver a uno mismo y volver a Dios. Es un regreso que no siempre es fácil, que a veces duele y otras veces reconcilia, pero que siempre transforma. La Navidad es el momento en que la vida nos dice, con suavidad pero con firmeza, que aún estamos a tiempo de regresar a lo que importa.
La primera forma de reencuentro es la que se da con quienes amamos. Las familias se reúnen, los amigos vuelven a encontrarse, y el simple hecho de sentarse juntos alrededor de una mesa se convierte en un acto casi sagrado. No porque todo sea perfecto, sino porque, pese a las diferencias y las heridas, el vínculo permanece. Hay en la Navidad una fuerza que empuja hacia la reconciliación. Como escribía Antoine de Saint-Exupéry, “amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección”. En Navidad, incluso quienes han vivido separados, distantes o atravesados por el silencio, sienten de pronto la nostalgia de mirar hacia el mismo horizonte: el horizonte del hogar.
A veces, ese reencuentro no se da sin temblores. Volver a casa implica enfrentarse a memorias, a heridas antiguas, a promesas incumplidas. Pero también implica reconocer que, aunque la vida haya cambiado, el amor sigue teniendo la última palabra. La Navidad es la ocasión de tender una mano sin exigir nada, de pronunciar un “lo siento” o un “te echo de menos” que quizá llevaba años esperando su momento. Ese gesto, por pequeño que sea, es una luz que se enciende. Y en Navidad, cualquier luz, por tenue que parezca, ilumina más.
Pero el reencuentro más profundo no siempre es el exterior. Navidad invita también a volver a uno mismo, a ese lugar interior donde a veces evitamos entrar porque sabemos que allí nos esperan preguntas difíciles. Durante el año, vamos postergando lo esencial, corriendo sin detenernos, sobreviviendo más que viviendo. Y de pronto llega diciembre y la vida nos susurra: “vuelve a ti”. Vuelve al sueño que dejaste a medias, a la bondad que olvidaste practicar, a la verdad que esquivaste, a la fragilidad que no quisiste aceptar.
Este reencuentro interior no está envuelto en luces ni en villancicos. Es silencioso, hondo, casi secreto. Pero es necesario. El filósofo Søren Kierkegaard escribió que “la puerta de la felicidad se abre hacia dentro”. La Navidad nos recuerda justamente eso: no habrá alegría verdadera si no nos atrevemos a abrir esa puerta interior, si no permitimos que algo nazca dentro de nosotros. El nacimiento del Niño en Belén es también una metáfora espiritual: algo quiere nacer en cada uno, algo pequeño y frágil, pero decisivo. Y ese nacimiento requiere espacio, silencio, disposición.
Hay en la Navidad un tercer reencuentro, quizá el más misterioso: el reencuentro con Dios. Aun quienes no se consideran creyentes suelen reconocer que en estas fechas algo los toca por dentro. Tal vez sea la idea de un amor que se hace vulnerable, de un Dios que elige la debilidad para revelarse, de una luz que no nace en los palacios, sino en un establo. La Navidad es la historia de un Dios que no espera en lo alto, sino que desciende; que no impone, sino que acompaña; que no se presenta con grandeza, sino con ternura. Como escribió Karl Rahner, “cuando decimos ‘es Navidad’, estamos diciendo que Dios ha pronunciado su palabra más hermosa: la de un amor que no se retira jamás”.
Esa presencia, discreta y callada, es una invitación a reencontrarnos con lo sagrado que cada uno lleva dentro. No hace falta una fe perfecta ni respuestas definitivas. Basta con abrir un pequeño resquicio. La fe navideña no es la fe de los que lo entienden todo, sino la de los que aceptan ser sorprendidos; no es la de los que no dudan, sino la de los que, a pesar de las dudas, se dejan tocar. En el Evangelio aparece una frase breve pero luminosa: “No temáis”. Quizá el reencuentro con Dios comience justamente allí, en el momento en que dejamos de temer lo que hay dentro de nosotros y lo dejamos entrar.
Existe, sin embargo, un reencuentro silencioso que hace a la Navidad especialmente profunda: el reencuentro con quienes ya no están. Estas fechas despiertan una nostalgia que no siempre sabemos manejar. Una silla vacía pesa más en diciembre, una voz perdida resuena más fuerte, un recuerdo se vuelve casi físico. Pero la Navidad también enseña que la ausencia puede transformarse en presencia interior. Cuando encendemos una vela, pronunciamos un nombre o miramos una foto, algo en nosotros comprende que el amor no desaparece. Como decía el filósofo Gabriel Marcel, “amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”. Y en Navidad, esa verdad se hace particularmente real.
No se trata de negar el dolor. La Navidad no borra la herida, pero la ilumina. Enseña a recordar sin quedarse atrapado en la pérdida. A convertir la nostalgia en gratitud. A sentir que quienes se fueron siguen formando parte del hogar, quizá desde otro lugar, quizá de otra manera, pero presentes al fin. Y ese reencuentro, aunque invisible, sostiene y consuela.
Al final, el reencuentro navideño es también un reencuentro con la vida. Con su fragilidad, con su belleza discreta, con su misterio. Es comprender que, aunque el año haya sido largo o la noche difícil, aún hay razones para agradecer, para seguir, para esperar. Navidad es el momento en que la esperanza vuelve a buscar sitio en nosotros, incluso cuando creíamos que ya no cabía. Y si le dejamos espacio, renace.
Porque la Navidad, más que una fiesta, es una promesa: la promesa de que siempre se puede volver. Volver a amar, volver a empezar, volver a creer. Y cuando ese regreso ocurre, aunque sea de manera imperfecta, la luz vuelve a brillar dentro. Y entonces comprendemos por qué, cada diciembre, el mundo entero parece detenerse: porque en el fondo, todos estamos esperando exactamente lo mismo. El milagro de volver a encontrarnos. Les deseo ¡FELIZ NAVIDAD!