Esta semana, a las puertas de las vacaciones navideñas, con su promesa de largas horas de ocio y de lectura, les traigo dos novelas (que, sin embargo, pueden leerse como una unidad) de un autor excepcional, el irlandés Colm Tóibín. Se trata de Brooklyn, que vio la luz en 2009, y de Long Island, una suerte de secuela de la anterior, publicada quince años después.
Brooklyn nos traslada a los primeros años 50 del pasado siglo en Enniscorthy, la pequeña población de la República de Irlanda en la que nació el propio Toíbín, en uno de los muchos elementos autobiográficos de su obra. Eilis Lacey es una chica más o menos anodina, de vida austera, que, finalizados sus básicos estudios de contabilidad, pasa a trabajar en una tienda de alimentación para contribuir así a paliar la precariedad económica de una familia -su madre May y su hermana mayor Rose- que tras la muerte del padre se desenvuelve con grisura y austeridad. La aparición de un sacerdote católico, el padre Flood -de lejana y remota amistad con el fallecido-, que vuelve al pueblo desde Nueva York para pasar unas vacaciones, abre a la chica la posibilidad de una optimista perspectiva de mejora vital, dejando atrás los estrechos horizontes del acostumbrado y previsible Enniscorthy y abriéndose a las alternativas de crecimiento que ofrece un trabajo en unos grandes almacenes de Brooklyn, que el cura garantiza, encargándose además de facilitar a la chica los trámites para el viaje y de proveer las condiciones mínimas de su alojamiento y estancia en alguna casa de huéspedes en su propia parroquia en Norteamérica.
El libro nos narra en su primera parte la modesta existencia de Eilis en su pueblo natal, las vicisitudes de su trabajo con la odiosa señorita Kelly y los entresijos de su insustancial vida familiar. En las partes segunda y tercera asistimos a los días de la chica en Brooklyn, su perplejidad y su temor ante lo desconocido, su triste estancia en la pensión de la señora Kehoe, otra dama desagradable y fría, sus inicios en la vida laboral, sus actividades caritativas en la parroquia del padre Flood y el conocimiento de un buen chico, Tony, con quien se relacionará y que aportará algo de luz a su, de nuevo y pese al cambio de continente, apagada vida. En la sección cuarta y postrera, Eilis se ve obligada a volver a Irlanda, por razones que no quiero adelantar, como tampoco quiero desvelar qué sucede a su retorno al hogar familiar.
En la segunda novela volvemos a encontrarnos con la chica, que, tras un salto temporal de veinte años, vive, ahora en Long Island, con su marido y sus dos hijos en un entorno en el que domina el profuso clan italo-americano de su esposo. La mujer, que mantiene sus vínculos sentimentales con Irlanda y se cartea habitualmente con su madre, no ha vuelto en todo ese tiempo, sin embargo, a su país de origen. No obstante, tampoco acaba de encajar del todo en su cotidianidad “italianizada”.
Una tarde, sola en casa, Eilis recibe la visita de un desconocido, un irlandés de voz y actitud agresivas, que le comunica, airado, que su propia esposa está embarazada y espera un hijo del marido de la protagonista. Le advierte, también, de que cuando nazca el niño se desentenderá de él depositándolo en la puerta de la casa de Eilis. Con esta imprevista, sorprendente y perturbadora aparición empieza Long Island, en un incidente que, como puede preverse, altera drásticamente la vida de la mujer. Decidida a no permitir que la situación afecte a su vida, encara a su marido, resuelta a no aceptar al niño y negándose a ocuparse de él.
La firmeza de su decisión, lo insostenible de la situación, la inevitable crisis matrimonial que se desencadena tras los hechos, la perplejidad y la inquietud de sus propios hijos ante lo extraño de las circunstancias y la fría distancia que perciben entre sus padres, el asfixiante paso del tiempo -se acerca agosto, fecha prevista del parto y, por lo tanto, de la ejecución de la amenaza- llevan a Eilis a volver a Irlanda para pasar el verano, aprovechando la cercanía del octogésimo aniversario de su madre y sin un propósito decidido ni una duración previsible para su viaje. Una vez en Enniscorthy, Eilis se reencuentra con su pasado, casi inalterado en la figura de su madre y de sus vecinos, entre los que no acaba de encontrarse a gusto.
La reaparición de Eilis, trayendo consigo los recuerdos del pasado, aún muy vivos, alterará la plácida normalidad de las vidas de todos ellos -familiares y amigos- también los de la propia mujer que, en una suerte de juego dual que no puedo revelar, vuelve a verse en una encrucijada similar a la de veinte años antes, debatiéndose entre sus dos escenarios, el irlandés y el neoyorquino, que siente, a la vez, como propios y ajenos.
Lo inolvidable de Brooklyn y de Long Island, más allá de las discretas peripecias de sus protagonistas, con unas existencias hechas de una trivial cotidianidad y carentes de grandes acontecimientos, es el talento de Colm Tóibín para comunicar al lector, a través de gestos, miradas, detalles aparentemente accesorios, evocaciones, silencios y omisiones, la vida interior de sus criaturas, sus pensamientos e impresiones, sus sueños y sus frustraciones, sus deseos y sus anhelos, su búsqueda de la felicidad, su soledad, su desorientación y su tristeza.
Además, en las dos novelas destacan los mismos ejes temáticos, reflejo de las principales preocupaciones del autor: el exilio, la inmigración, los problemas políticos de Irlanda, el paso de la tradición a la modernidad, el mundo rural y las ciudades, la identidad, la importancia de la familia y de las madres, el abandono y la pérdida, la muerte, la dificultad de elegir. Todos ellos mostrados con sutileza y sensibilidad, con belleza y emoción, con un poético y delicado y muy sensible modo de contar las vivencias íntimas, “lo que no se dice”.
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Colm Tóibín. Brooklyn. Editorial Lumen. Barcelona, 2016. Traducción de Ana Andrés Lleó. 309 páginas. 20.81 euros
Colm Tóibín. Long Island. Editorial Lumen. Barcelona, 2024. Traducción de Antonia Martín. 327 páginas. 20.81 euros