OPINIóN
Actualizado 17/12/2025 08:01:25
Juan Antonio Mateos Pérez

“Toda vida humana es sagrada, independientemente del lugar donde haya nacido.”

MARTHA NUSSBAUM

“La hospitalidad es la forma más alta de justicia.”

EMMANUEL LEVINAS

Migrar es una de las formas más antiguas del verbo vivir. Antes que las fronteras existió el camino, antes que el pasaporte hubo hambre, guerra, deseo de aprender o simple esperanza. Cada 18 de diciembre, el Día Internacional del Migrante nos invita a mirar esta realidad sin prejuicios ni consignas fáciles, recordándonos que la migración no es una anomalía que deba corregirse, sino una constante humana que atraviesa la historia y que, cuando se gestiona con justicia, puede convertirse en un bien compartido para las sociedades de origen, de tránsito y de destino. La pregunta decisiva no es si habrá migración, sino cómo la gobernamos: desde el miedo o desde la razón, desde la improvisación o desde políticas seguras y ordenadas que coloquen la dignidad humana en el centro.

En las sociedades de origen, la migración suele vivirse como una pérdida inmediata. Se marchan hijos, se vacían pueblos, se rompen equilibrios frágiles. Sin embargo, la experiencia acumulada muestra que, cuando existen políticas públicas que acompañan y mantienen el vínculo con la diáspora, esa salida puede transformarse en una ganancia silenciosa. Las remesas sostienen hogares, financian estudios, permiten pequeños emprendimientos y actúan como un colchón frente a crisis económicas recurrentes. Pero junto al dinero viajan también ideas, aprendizajes y nuevas formas de entender la ciudadanía. Quien migra adquiere habilidades, disciplina laboral, expectativas más altas respecto a los servicios públicos y a la legalidad, y todo ello retorna —a veces físicamente, a veces a distancia— a las comunidades de origen. La migración, bien gestionada, no es solo fuga: es ida y vuelta, circulación de capacidades y ampliación de horizontes.

Las sociedades de tránsito, a menudo olvidadas en el debate público, son el lugar donde la migración se convierte en un examen moral y político. Allí se decide si el camino será corredor de protección o espacio de abuso. Cuando faltan vías legales y previsibles, aparecen las mafias, la trata de personas y las rutas mortales. El teólogo y experto en migraciones Fabio Baggio Campese ha denunciado que calificar de “no intencionales” las muertes en desiertos y mares es una forma de encubrir una violencia estructural que las sociedades han aprendido a tolerar. Frente a esa normalización del daño, la experiencia demuestra que la intervención coordinada salva vidas y fortalece instituciones. Corredores humanitarios, atención sanitaria y jurídica, información veraz y cooperación internacional reducen el sufrimiento y desactivan negocios criminales. No hay oposición entre compasión y orden. Como recordaba Hannah Arendt, “la cultura se relaciona con los objetos y es un fenómeno del mundo; la hospitalidad se relaciona con la gente y es un fenómeno de la vida”. Proteger a quien transita no es un gesto ingenuo, sino una forma concreta de fortalecer el Estado de derecho.

En las sociedades de destino, los beneficios de la migración se hacen visibles tanto en la economía como en la vida cotidiana. En países envejecidos, los migrantes sostienen sectores esenciales como los cuidados, la agricultura, la construcción o la hostelería, y contribuyen a equilibrar sistemas de pensiones cada vez más tensionados. Cuando la migración es segura y ordenada, disminuye la economía sumergida, aumenta la recaudación fiscal y se facilita la integración lingüística, educativa y cívica. La evidencia internacional es clara: allí donde existen canales regulares y previsibles, se reduce el espacio para la explotación y crece el consenso social, porque la ciudadanía percibe reglas y resultados. La Organización de las Naciones Unidas lo expresa con claridad al afirmar que “cuando la migración se gestiona de manera segura y estratégica, puede ser una herramienta beneficiosa”, no solo para las economías, sino también para la cohesión social.

Pero el beneficio más profundo no es únicamente económico. Es moral. Acoger con reglas no es caridad, es coherencia con los valores que decimos defender. Immanuel Kant formuló esta exigencia con una claridad que sigue interpelando a nuestras fronteras cuando escribió que “nadie tiene originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra”. Desde otra tradición ética, Mahatma Gandhi advirtió que “más que los actos de los malos, me horroriza la indiferencia de los buenos”, recordándonos que la indiferencia ante el sufrimiento ajeno también destruye sociedades. Gobernar la migración con justicia es una forma concreta de combatir esa indiferencia y de proteger la dignidad humana sin excepciones.

Por eso, fomentar políticas de migración segura y ordenada no es una concesión ingenua, sino un ejercicio de realismo responsable. Cerrar fronteras sin alternativas legales no detiene la migración; la vuelve más peligrosa, más cara y más cruel. Abrir vías legales suficientes —laborales, educativas, humanitarias, de reunificación familiar— reduce el poder de las redes criminales y protege derechos fundamentales. La Asamblea General de Naciones Unidas, al instituir el Día Internacional del Migrante, subrayó la necesidad de “diseminar información sobre los derechos humanos y libertades fundamentales de los migrantes, compartir experiencias y diseñar acciones para asegurar su protección”. No se trata de un gesto simbólico, sino de un programa político y ético de largo alcance.

La migración nos obliga, en el fondo, a una pregunta filosófica elemental: quiénes somos y a quién reconocemos como parte de nuestro “nosotros”. Hannah Arendt formuló esta cuestión con una lucidez que sigue interpelando a nuestras democracias cuando afirmó que “el derecho a tener derechos es el primero de todos”. Allí donde una persona pierde el acceso efectivo a sus derechos por el mero hecho de cruzar una frontera, algo esencial se quiebra en la idea misma de humanidad compartida. Migrar es decir “quiero vivir”; responder con políticas seguras y ordenadas es decir “queremos que vivas con derechos, con nombre y con futuro”. En esa respuesta se juega no solo el destino de quienes se desplazan, sino la calidad moral de las sociedades que los despiden, los acompañan y los reciben.

Que este 18 de diciembre, Día Internacional del Migrante, no sea solo una fecha en el calendario, sino una invitación a ordenar la movilidad humana con inteligencia, justicia y humanidad. Cuando origen, tránsito y destino se entienden como partes de un mismo camino, la migración deja de ser un problema a contener y se convierte en una oportunidad para ensanchar nuestras sociedades. Y entonces sucede lo esencial: no nos empobrecemos al acoger; nos volvemos más humanos.

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