OPINIóN
Actualizado 13/12/2025 09:20:39
Juan Ángel Torres Rechy

Ayer, cuando redactaba el escrito en el café, sabía que lo reflejado en las palabras no se distanciaba tanto de lo que en realidad quería decir.

Un vaso de agua caliente
El escrito que leeremos a continuación, lo redacté en un café de Nanjing. En el transcurso de la mañana, había tenido trabajo, es decir, clases. Me había levantado a las 4 a. m. para recortar los flecos de un par de PowerPoint y agregar material audiovisual para ilustrar un par de referentes concretos. A esa hora de la madrugada, no se puede tener la ventana abierta. El soplo de la inspiración, que viene de la montaña con el rumor de los árboles, contagia con su encanto el cristal de la ventana, que reduce a una dosis adecuada el suministro del hechizo que queda afuera.
Si pudiera escribir a la luz de una vela, lo haría. Probablemente, además, una vez cubiertas mis responsabilidades laborales emplearía el tiempo restante para la redacción de otro tipo de manuscrito. Me limitaría al tacto de la tinta impregnada en la porosidad de la hoja, sin prestar atención en el contenido. Haría de la escritura casi un acto mecánico, imperfecto, obediente al pulso de mi mano unida al corazón. Fingiría no preocuparme por lo escrito, para que esa mancha de tinta cobrara libertad e independencia y pudiera manifestarse sin tapujos. No corregiría los errores, ni reescribiría los pasajes obscuros. Me convertiría, en cambio, en el sirviente de ese enunciado sin nombre oculto en la mancha de tinta rutilante.
Las clases terminaron al mediodía. Nos acercamos a los exámenes finales. El clima de otoño, ya invierno, recrudece día a día. Caminando por la explanada de un centro comercial de la calle Zhongyang vi a unas jóvenes perder su gorro navideño por el viento. Tuvieron que envolverse bien en sus abrigos y desandar el camino para recoger el gorro colgado en una rama. También había un par de bicicletas tiradas a un costado de la calle. El café al que iba estaba unos pasos adelante. Entre un pequeño tumulto de gente, apilado alrededor de unos expendios de bocadillos y bebidas navideñas, el mismo par de jóvenes del gorro se abrió paso con los codos y hombros y me hicieron a un lado, para alargar la mano y alcanzar una estrella de papel colgada en una esfera de cristal. Yo también la había visto.
En el café, como suelo hacerlo, me senté a un lado de una ofrenda a Guanshiyin, también conocida como Avalokiteshvara, una divinidad del Oriente. El dependiente del establecimiento me explicó su advocación, linaje, tradiciones. La forma de encender incienso y colocar el ofertorio frutal responde a una técnica empleada generaciones atrás. Las palabras que se rezan caben en unas pequeñas cuentas de oraciones. El encanto, entonces, se manifiesta, si tiene cabida en un corazón que sepa acogerlo. En la mesa a un costado, abrí el ordenador, tomé un vaso de agua caliente y abrí la página en blanco, al tiempo que me extendía el café.
El café
¿Qué me gusta de los escritos de mis estudiantes? Me encanta leer un estilo que vacila, que piensa, olvida, erra, continúa. Me gusta encontrar tachaduras, típex, raspados, alguna miniatura hermosa como un dibujo o una flecha que orienta el cause del discurso. Me gusta ver que levanten la vista y busquen la continuación en la ventana, con la ayuda de una luz que en realidad no alumbrará de afuera adentro, sino de adentro afuera a través del acto intangible de la inspiración. Me gustan todas estas cosas de las manos, que bellamente reciben el nombre de artesanías. ¿Por qué me gustan tanto?, podrían preguntarme. ¿Por qué le dedicas un escrito de tu vida a esa materia conocida por todas y todos? Podrían hacerme esas preguntas e incluso otras tantas más: ¿acaso tú no lo haces así? La respuesta a la pregunta retórica es sí, sí escribo con las manos, lo que equivale a decir que lo hago por mí mismo, sin la mediación de ninguna tecnología que no vaya más allá del teclado de mi ordenador de hace casi cuatro años. Mi intención al iniciar el érase que se era de mi columna con tales anunciados apunta a la resistencia (humana) que supone el rechazo a la seducción de la multiplicación fácil de los panes (vía inteligencia artificial, por ejemplo), en aras de la conservación (preservación) de lo que como seres humanos nos caracteriza: el fallo.
Por ese motivo, amo el error. Lo atesoro como si fuera una rosa, o una planta medicinal, que reestablecerá la salud perdida del espíritu o el cuerpo. Ese yerro corona el esfuerzo sostenido durante un arco de tiempo cualquiera. En el mundo de la tipografía, la presencia de los duendes de la imprenta alude a tal coronación: cambian la caja de un tipo por otro para alterar el orden de una sílaba y sacarle lustre, de ese modo imperfecto, al enunciado bien comunicado por la lección original. Resaltaría, en todo caso —si me viera en la necesidad de hacerlo— tanto ese desacierto como el largo paréntesis de ausencia que le supone al escritor ponerse manos a la obra: continuar un párrafo tras otro equivale a estar sentado sin hacer nada más que levantar la vista a la ventana ocasionalmente y descubrir que la inspiración —si llega— aparecerá al cabo de todo ese tiempo improductivo sentado uno en silencio mirando por dónde ensarta una cuenta de palabra tras otra, con sus puntos y seguidos, para descubrir finalmente, si acaso el autor termina la obra, que el escrito dice no lo que el fatigado autor pretendió, sino lo que él mismo (el texto) quiso decir a fin de cuentas.
Por estas razones ontológicas, o discursivas, sabemos que el escrito terminado, una vez impreso y publicado, no pertenece más al autor (esto lo ha escrito a inicios de semana un estudiante, pero no lo cito porque la idea la había concebido yo también por mi parte, amén de que se trata de un lugar común conocido por toda y todo lector de esta aún no consagrada columna). Pasa como con los hijos. Cuando cobran uso de razón y se valen por ellos mismos, ha llegado la hora de soltarlos y permitirles gravitar según su propio espacio cósmico. En ese punto del camino (podríamos agregar la imagen del gato que una vez pasada la cabeza por el agujero consigue sacar el cuerpo al otro lado), en ese punto, decimos, es incluso el texto, tanto impreso como en el proceso de escritura, el que dicta lo que necesita y prefiere. Para quienes aún no hemos publicado un libro, pero hemos leído más libros y hemos escrito más páginas que algunas de las personas que sí tienen libros, para nosotros el proceso de escritura representa llegar a ese instante en que el escrito abre los ojos y muestra por dónde discurrir. El autor ha dejado de esforzarse por abrirse camino entre la maleza de la página en blanco y ha encontrado lo que debe comunicar, no porque lo sepa él mismo, sino porque el escrito mismo lo comunica a él y el autor, por consiguiente, se limita a reescribir lo recibido.
Algo parecido acontece con el uso de la puntuación. Una vez producido el encanto de la palabra, el hechizo del verbo, las ideas por sí mismas se acoplan a la forma de los párrafos. Desaparece la duda en torno a la corrección o incorrección de una coma, un punto y coma, un punto y seguido. La idea nace hecha y conforme con base en la estructura de la gramática y sintaxis del idioma. En términos literarios, o espirituales, lo ha referido santa Teresa en sus Moradas, cuando en el camino al interior del castillo los esfuerzos del peregrinaje cesan y la brisa, o la bendición, intangible del amor atempera todo para bien. Lo mismo acaece con los escritores, que a fuerza de llorar un llanto amargo frente a la página sin comenzar, habiéndose desgarrado las vestiduras al menos un par de veces, dan con esa voz que viene del interior del escrito, que dice, como hemos referido, lo que ella misma expresa —no lo que nosotros la movemos a expresar—.
Para alguien ajeno al medio, lo anterior podría resultar una imagen retórica —en el mejor de los casos, poética—, propia de las y los escritores. En el mundo de la razón, no cabe vacío para tales asuntos. Además, ¿de qué valdría —como en nuestro caso— consagrar más de diez años a un ejercicio de escritura creativa, imaginativa, si a fin de cuentas el asunto fuera a parar en que no es uno quien escribe sino el texto mismo? Nos podríamos sentir utilizados, manipulados, corrompidos por un ente abstracto llamado Escritura. En términos vinícolas, quizá equivaldría a decir que no es uno quien bebe el vino y lo conversa con un acompañante, sino que el vino se recrea con las personas, sacándoles del corazón, a través de la lengua, lo que llevan dentro. O sería como comparar la escritura y el vino con un perfume, que en este último caso no es usado por la persona para comunicar un aroma bello en torno suyo, sino que, muy al contrario, el perfume ha escogido a la persona en cuestión, para juntar a su lado otras tantas afinidades que comulguen con las notas transmitidas al olfato. Sí, en una palabra —para ahorrarnos la comparación ahora con un reloj de cuerda—, una visión de conjunto refleja el mundo al revés.
El segundo café
Cierto día, en un encuentro poético coordinado por Alfredo Pérez Alencart en Salamanca, o Toral de los Guzmanes, León, un poeta a quien admiré desde el primer momento que lo escuché declamar su poesía (no desde la primera conversación que sostuve con él), José María Muñoz Quirós, me dijo algo que no llevaba demasiada sinrazón. Cultiva —creo que fue esa su palabra— la poesía. Ella, en su día, te devolverá lo cultivado con una cosecha diferente. Comienzo a ver que no llevaba demasiada sinrazón, demasiado desatino. Desde el punto más práctico, material, del asunto, podríamos recordar lo dicho por el celo de Borges en torno a la relectura: releer, en el caso presente, lo propio, depara una fuente nueva, un cauce distinto, de placer y bienaventuranza. Por último, nos permitiremos un excurso. Qué pena sentimos por las personas que nunca escribirán ningún texto por ellas mismas; qué pena sentimos por las dos personas que un día intentaron estafarme vía telefónica a través de una supuesta operación bancaria; qué dolor sentimos por todas esas notas periodísticas de la prensa que leemos si no diario sí al menos cada tercer día. Quienes han elegido meterse por una rendija al metafórico castillo abulense de santa Teresa, deponiendo para los inocentes la puerta noble de la fachada, no encontrarán nunca nada de esto que nosotros escondemos a simple vista.
Postre cortesía de la casa
El contenido de la columna, entre ambos cafés, no lo he releído hoy sábado por la mañana en Nanjing. Simplemente, miré el escrito por encima, cuidando que la revisión ortográfica de Word no marque faltas ortográficas. En ocasiones, lo que hago para revisar un escrito es guardarlo como pdf y leerlo de ese modo. O imprimirlo (la lectura en papel resulta lo más correcto). ¿Por qué, entonces, no lo he hecho ahora? Bueno, digamos que procuro granjearme la benevolencia del auditorio con esta nota. Ayer, cuando redactaba el escrito en el café, sabía que lo reflejado en las palabras no se distanciaba tanto de lo que en realidad quería decir. Sabía que la benevolencia del escrito, puesto en pixeles bajo el patrocinio de Guanshiyin, no me dejaría quedar tan mal a mí. Un día en la secundaria escuché decir a mi maestra de inglés que un novio se tenía para presumirlo. Con esa bella estampa pedagógica humanística, yo también quiero creer que si el texto me ha elegido a mí no será para dejarme en medio del mundo con una mano delante y otra detrás.
Además, la comunicación que hemos entablado nosotros, lectores y autor —o escritores y lector— ha permitido en este punto del camino que se extiendan lazos invisibles en todos los puntos del planeta. No existe una palabra, una idea, en este escrito que no cobre algo de la inspiración comunicada por ustedes las y los lectores. Esa belleza en las horas de la madrugada, buscando abrirse paso por las rendijas de las puertas y ventanas, con el rumor del viento, por partes iguales llega aquí con todo lo vuestro y parte de vuelta allá, a sus dispositivos digitales, con esta brisa de Nanjing que, para el caso presente, recibe el nombre 3z coffee.
torres_rechy@hotmail.com

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