La actual derecha extrema y extrema derecha españolas siguen compartiendo, por desgracia, los valores y principios de la vieja España, la decimonónica, la de la Monarquía Absoluta y el Antiguo Régimen, la que siempre aplaudió el régimen franquista, la de los caciques, señoritos y grandes terratenientes, la que luchó contra el sistema democrático implantado en la Segunda República Española. La prueba evidente son los mensajes incendiarios y excluyentes de Aznar, Agruirre o Ayuso
La derecha política española siempre ha creído que España es un cortijo de su propiedad y, en consecuencia, el país tiene que estar ahormado a su medida, sometido a sus caprichos y directrices; de lo contrario, si el sistema democrático –algo nuevo, sobre el que recelan, porque su historia y estructuras surgen de un estado autoritario- les retira la confianza, son capaces de falsear la realidad, manipular, intoxicar a la opinión pública e incluso actuar con medios e instrumentos antidemocráticos si es preciso, con tal de recuperar lo que consideran suyo, por historia, casta y tradición, es decir, el poder.
Ese es el centro de gravedad del problema sociológico de España, que se manifiesta en la práctica con multitud de ejemplos. Esta “vieja España” es la que manifestó claramente un resistencia atroz contra el cambio de régimen político en 1931 con la proclamación de la Segunda República Española. La filosofía y principios del por entonces nuevo sistema político democrático se sustentaban en la libertad de todos los ciudadanos, la igualdad de los mismos ante la ley, con ausencia de los privilegios ancestrales que existían en el Antiguo Régimen y la fraternidad, la solidaridad entre los diferentes territorios y estratos sociales y culturales de nuestro país.
Estos principios y valores que surgen de la Revolución Francesa a finales del XVIII, no gustan –mejor dicho disgustan y están dispuestos a combatir aunque sea con las armas- a los sectores tradicionales españoles, a la aristocracia y la burguesía, a los caciques, a los señoritos, a los terratenientes y hacendados y a los poderes fácticos. Estos grandes poderes han utilizado siempre al pueblo llano para hacer valer sus intereses. Ya lo decía Ortega a principios del XX: “empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo”. También Machado, el poeta universal, decía que “en los trances duros, los señoritos invocan a la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva” (citas ambas referidas en la gran obra “un pueblo traicionado”, de Paul Preston).
Esta España es la que, con su atraso generacional, idolatraba a Franco y lo veneraba arrodillándose ante su féretro incluso, los días posteriores a su fallecimiento. Esta España es la que veía muy bien en aquéllos años que se castigara con penas de cárcel las infidelidades de la mujer aunque fuera por mera denuncia interesada sin que mediase prueba alguna, mientras la infidelidad del hombre era sólo castigada si era pública y notoria, reiterada y sostenida en el tiempo y probada, no sólo por “meras habladurías”. Esta España es la que sancionaba penalmente a los homosexuales porque eran seres “invertidos, degenerados, de mala conducta informada y proclives a las fechorías delictivas”. Esta España es la que seguía siendo “atrasada, analfabeta, dormida, sentada a la vera de los caminos de la historia”, como denunciaba Azaña en 1911, mientras los países de nuestro entorno geográfico y cultural europeo viajaban ya en vehículos modernos y avanzados, nosotros seguíamos yendo en las diligencias decimonónicas guiadas por caballos. En algunos asuntos aún seguimos en las “Diligencias del XIX”, porque nuestras leyes de Enjuiciamiento –la civil y la criminal- siguen denominando a las resoluciones judiciales “Diligencias”, puesto que era el medio de transporte en el que se trasladaban por correo desde el juzgado a otras instituciones de gobierno.
En esta España es donde mejor navega –mejor dicho, es en la que se siente muy bien asentada- la derecha extrema y la extrema derecha de nuestro país. De ahí que hayan querido siempre apropiarse de símbolos, estandartes y banderas que nos identifican a todos los españoles, no sólo a ellos y de que criminalicen siempre a sectores sociales, culturales y políticos que no son “de su cuerda” y sobre los que no tengan “poder y mando”. Ese es el motivo por el que siempre han visto con mucho recelo y calificado de “anti españoles” a vascos y catalanes fundamentalmente. Y con ellos a todos los que disienten de sus ideales ultra conservadores, trogloditas y carcas.
Y, claro, de ahí que los discursos de Aznar, Aguirre, Feijóo, Abascal, Ayuso o Espinosa de los Monteros, por ejemplo, converjan en los mismos argumentos: “España está gobernada por comunistas, separatistas, independentistas, bolivarianos y terroristas…”, intentando identificar siempre, satanizar y criminalizar a la izquierda política, no sólo con animales de cuernos, con seres inferiores, más proclives a la perversión y al delito, es decir, al “criminal nato” de Lombroso, como afirmaba el psiquiatra del Régimen Vallejo Nágera, sino como coautores y partícipes de las criminales conductas de grupos terroristas. Estas detestables comparaciones han calado históricamente en el imaginario colectivo y aunque la izquierda haya demostrado gobernar con honestidad -priorizando siempre el interés general en la búsqueda del progreso y la mejora de la calidad de vida de todos los ciudadanos- siempre se ha mirado con recelo a sus dirigentes, sobre todo en los pequeños y tradicionales municipios de nuestra amplísima geografía nacional.
A este respecto, y como paradigma de la disertación aquí esgrimida, recuerdo la anécdota que me contó un buen amigo y que experimentó la primera vez que llegó a Mieza –pueblo en el que vivió muchos años por motivos profesionales suyos y de su esposa-, allá por los primeros años de la transición política. Cuando entró por primera vez en un bar del pueblo había varios hombres de unos 70 años jugando la partida de cartas y, al fondo, una televisión -ya en color- en la que el locutor del telediario de turno estaba comentando que se sospechaba políticamente que por el entonces presidente Adolfo Suárez se iba a legalizar el Partido Comunista de España. Varios abuelos de los allí presentes al oír esto comenzaron a despotricar contra el PCE y contra su máximo dirigente, Carrillo, pronunciando frases del estilo: “… si viene este y legalizan a los comunistas volvemos a la guerra otra vez…”. Los allí presentes se percataron de la presencia de un extraño, alguien que no conocían y con esa sinceridad y cercanía que siempre han caracterizado a los paisanos rurales, le preguntaron a mi amigo Desiderio: ¿Y usted qué opina de todo este desastre? Mi buen amigo, con una sonrisa en los labios, serenidad y franqueza les dijo: ¡qué quieren que les diga, yo soy comunista..! En aquél momento, Desiderio percibió que los allí presentes echaron la espalda hacia atrás mirándole de tal forma que mi amigo se sintió como si en ese momento fuera un toro bravo, un “Miura”.
La “derechona” actual, “Aznariana y Ayusista” sigue teniendo, por desgracia, los mismos valores decimonónicos y atrabiliarios y sigue considerando a todos los disidentes de la ideología conservadora y del nacionalismo integrista español como la suprema manifestación de la “anti España”, considerándose ellos los únicos patriotas. Yo diría que “de pacotilla” porque muchos llevan la bandera rojigualda en la solapa mientras agrandan sus cuentas corrientes en Suiza y en determinados paraísos fiscales y sólo piensan en los privilegios ancestrales de los sectores más acomodados de la sociedad. Y, sino, que se lo digan a los que se beneficiaron de los presuntos cambios legislativos hechos “ad hoc” por el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que estuvo en los gobiernos de Aznar y M. Rajoy, para beneficiarse fiscalmente.