¿No buscó Jorge Luis Borges —acaso con demasiada fortuna— al otro Borges, en El sur?
Pocas veces he sido tan sincero al redactar una columna como no lo haré ahora. Las veces anteriores, he partido de hechos concretos, con un anclaje a un punto específico de la geografía espaciotemporal. Ustedes han visto desplegarse un no vasto universo coordinado por mi pluma flaca y vacilante, que las más de las veces dice lo que ella quiere, no lo que yo dicto. De esa manera —no diré sin querer queriendo—, han dado un paso adelante más allá del umbral del recinto simbólico al que una vez —y hasta ahora— bautizamos como Laomao, expresión china que mis estudiantes de Oriente —más personas afines a ellas y ellos— atinan sin fallo a entender.
La semana pasada —confesamos el párrafo como una digresión, o excurso, a un asunto dejado atrás hace ocho días—, la columna titulada La lectura, una relectura, quedó a medio hacer (dejé en el tintero el mensaje: leer significa también reescribir). Sí, no terminamos de coserla, o dorarla, como tampoco intentaremos hacerlo con el escrito presente. Le faltó tiempo. Seguramente, lo notaron. Ese fin de semana, cuando mis pupilas se tornaron un par de estrellas y el sueño sopló su conjuro en mi frente, con los oídos aún no anegados en esas aguas del olvido escuché un rumor en el follaje del pulmón del área verde de las inmediaciones donde vivo, que parecía acercarme las voces de los críticos de la literatura, incluida la de Juan Valera, con un dejo de pesar por no haber encontrado la instrucción y el deleite consabidos a nuestras habituales publicaciones: faltó un punto.
Cuando fui docente en la educación superior, universitaria, atestigüé con asombro, pero también con espanto, el auge y posible victoria de la inteligencia artificial en lo que antes era un área reservada para el juicio humano. Probablemente, algo similar notaron las generaciones anteriores cuando vieron desplazadas tecnologías más analógicas, como el ábaco, por otras tecnologías, más digitales, como la computación actual. Esos ábacos, conocidos por las y los lectores de esta oblicua columna, quienes los usaron en tiempos infantiles permitían un cómputo numérico prodigioso, como los quipus incas, que hoy parece imposible.
En aquellos años, cuando yo todavía rondaba los 42 otoños y el mundo se me ofrecía a la vista como un logos posible, no escatimaba tiempo de mis horas no serenas de los fines de semana para visitar a un bibliófilo y su consorte odontóloga, y tomar nota de trascripciones selectas que él tenía a bien compartirme en unas fichas de trabajo. En una residencia noble, amueblada con buenos tomos raros y curiosos, viejos, pero principalmente en chino, no lejos de una ciudad poco conocida en Castilla, Kunshan, ese matrimonio —imagen y semejanza de mi bibliotecario mexicano y su cónyuge restauradora de libros— me comunicaba noticias de sus nuevas adquisiciones, ponía sobre la mesa de té un par de catálogos y me pedía mi opinión en torno a la probable adquisición de una edición de El viaje al Oeste, en ruso, anotada por Chéjov, me preguntaba qué pared resultaría más correcta para colgar un cuadro, etc. Convivíamos, a ojos vistas, con base en un gusto compartido por los libros y la cultura.
Más de una vez, cuando mis estudiantes me vieron entrar en el aula, vestido de corbata, con un estuche en el regazo, ni el estuche era lo que tal vez pensaban (una entrega de paquetería Kuaidi), ni yo llegaba del dormitorio, sino de aquel lugar cercano a Kunshan, con paredes blancas, tejado grueso, pequeño, negro, con alegorías vegetales y animales en los alerones del tejado levantados al cielo. Dejaba en el escritorio el tomo que mis amistades me habían permitido examinar —acaso, estudiar— de cerca y pasaba la lista de los nombres de las y los estudiantes, para continuar la lección dejada en suspenso la semana previa.
Un día —debo admitirlo, por más que se trate de algo insufrible— dejé el original de una pintura china en un cuarto de baño de otra universidad. Una hora después, cuando sacaba 20 yuanes para pagar un café en un establecimiento a las puertas del metro, sentí que algo me faltaba. Llegué corriendo, esquivando las motos eléctricas y los comerciantes, entré de nuevo, abrí la puerta del lavabo… Ahí estaba el sobre en que la llevaba —un sobre que, traducido al español, decía plazo vencido.
Por azares del destino, o la voluntad —en eso no se han puesto de acuerdo nuestros biógrafos—, nunca establecí un puente entre mi librero mexicano y su cónyuge restauradora de libros y el bibliófilo chino y su consorte odontóloga. Prefería mantener en el anonimato correspondiente a sendas parejas de amistades inestimables. Esto mismo, años más adelante, lo haría con otro bibliófilo, español, con quien nunca llegaría a traicionar ningún pacto de amistad tácito, ni llegaría a sustraer ningún libro de su pequeña biblioteca —ni siquiera ese de perfil poético sobre unos pasos de la Semana Santa de Sevilla: él me dijo, Juan Angel, llévelo a casa, luego me lo devolverá; yo decliné la invitación, por saberla auténtica; dejé el libro en aquella estantería baja junto a la ventana del jardín; le recordé, simplemente, aquello de que ni la guitarra ni el bolígrafo se prestan nunca—.
La mención del bibliófilo chino y su consorte odontóloga tampoco la llegaría a comunicar nunca con el bibliófilo español. En parte, por un asunto de ética profesional. Si la biblioteca española, comparada con la china, equivaldría a hablar de cajetillas de cerillas de un aficionado al tabaco frente al tabaco mismo importado de Cuba, no convendría rebajar la biblioteca española frente al recuerdo, la mención, de la china, cuyos libros se conservan en cámaras más robustas que las cámaras de las bibliotecas generales históricas de las universidades de Occidente. Probablemente, lo mismo intuirían mis amistades chinas con base en la difusión que podría haberles ofrecido, en caso de contar con una columna en la prensa hispánica: notaban la discreción de mi trato con ellos, sabían que esa discreción era la única moneda con la que podía pagarles el trato que dispensaban conmigo. Por ejemplo, nunca dije nada de un manuscrito de Neruda redactado en China en 1951, con poesía que luego aparecería impresa en Los versos del capitán italianos.
La mención del poeta chileno con el bibliófilo chino y su consorte odontóloga evocó buenos recuerdos de la ocasión cuando tuve a bien intercambiar unas palabras con Antonio Skármeta, en la Plaza Anaya de Salamanca, después de una conferencia impartida en un auditorio conocido con el nombre de Anayita. Vi al autor de Ardiente paciencia y La boda del poeta, sosteniendo una llamada telefónica al pie de la catedral antigua, no recuerdo si de pie o sentado en un banco de piedra. Me acerqué a saludarlo. Él lucía con cierta tensión en el rostro. No era el mismo Skármeta a quien pensaba saludar y transmitirle mi gratitud por su obra. Me di cuenta de que en ocasiones las personas tienen una apariencia frente a la vida pública y otra frente a la intimidad de sus propias circunstancias. Con su sonrisa habitual (eso no cambió), me felicitó por dedicarme al estudio de un capítulo poco frecuentado de la literatura española de la temprana modernidad. Me dijo que aquellos años del Quinientos eran los mejores.
La tensión de su rostro nunca desapareció. Por eso, no dije nada más, no le conté nada de la influencia de su Torre de papel en mi persona. Me despedí. Le regalé un marcapáginas del Cielo de Salamanca, nuevo, que había encontrado al pie de la puerta trasera de la universidad, cerca de la inscripción dedicada a Cervantes, con motivo de la referencia salmantina en El licenciado vidriera. El bibliófilo chino y su consorte también conocían a Antonio Skármeta, por un programa televisivo, El show de los libros. Aún hoy en día, en plataformas de televisión occidental, como lo fue People & Arts, resulta posible ver sus temporadas. En una tableta que tienen en la barra amarilla de la cocina, debajo de una bandera nacional, me pusieron la cortinilla y unos minutos de un programa dedicado a Manuel Rojas, Hijo de ladrón, autor chileno que a la par de Juan Rulfo y Elena Poniatowska reprodujo sin alteración el habla original de las personas reales en sus libros. Mis amistades no hablan español, solo conocen palabras casuales, como toro, jamón, verraco, zarzuela, rojo, amarillo, vino, etc., pero no por ello no enriquecen su sensibilidad con la apreciación de la poesía de Jesús Hilario Tundidor, Alejandro Romualdo, Concha Urquiza, Lorena Huitrón, leída a media voz por un programa de inteligencia artificial. El grabado de Picasso y Goya que aprecian lo disfrutan sin mediación de inteligencia artificial alguna, lo hacen en persona.
La mera mención de esa ciudad poco conocida en el extranjero, Kunshan, con una sede de Duke University en sus inmediaciones, evoca esas tardes de té y pastas, con un patio central en un cubo de luz, con paredes de cristal dando a las distintas estancias. Como si careciera de importancia, al otro lado del portón de la entrada, sin cruzar los dos primeros patios que median entre la calle y el hogar, tienen unas columnas de periódicos apiladas en el garaje, con suplementos culturales de prensa incluso latinoamericana. Al tomar al azar uno de los suplementos —mi amistad consintió con el ceño—, vi que se trataba del Sábado, del Unomásuno, año 1999, Ignacio Padilla, Filiberto Cruz Obregón, Edmeé Pardo, Patricia Cardona. Dejé el suplemento en su lugar. ¿Por qué tienen estos suplementos aquí?, pregunté. ¿Por qué el cielo nos tiene a nosotros en la tierra?, me respondió.
La razón por la que ahora comparto referencias tan directas a mis amistades tiene su punto de apoyo (no de equilibrio) en el hecho de que en ocasiones vale más cubrir con un velo lo sagrado que exponerlo de manera directa: sus alusiones esconden una obra no publicada aún, que vengo escribiendo a ratos perdidos, cuando viajo en metro de vuelta a casa, cuando el sol aún no ha emergido en la ventana y me encuentro sentado al escritorio, cuando descubro que vale lo mismo entrar en un centro comercial o sentarme en el banco de un parque y hago lo segundo y uso el papel periódico de la fruta para tomar apuntes, etc. Cuando estoy sentado en ese u otro parque y uso los caracteres en chino de los establecimientos enfrente como inspiración para componer alguna estancia.
Esa obra, al menos por ahora, no verá la luz en un tomo único. No quiero parecerme a otros autores que gustan de publicar sus libros. Ese libro al que le puse el punto final hace un año y medio, ya ha comenzado a ver la luz, pero de un modo original. Sus partes se encuentran esparcidas, como la poesía de Garcilaso en su soneto XXIII, en fragmentos de otras publicaciones menores, como la corriente, que entre renglones ha dejado señas de la ubicación de algunos de mis escritos (la biblioteca del bibliófilo chino y su consorte odontóloga, por ejemplo).
Pretendiendo —en vano— imitar a Macedonio Fernández, he convertido la unidad de mi obra en un tomo plural, coleccionado por las y los lectores selectos a quienes el azar —o la voluntad del caos, artífice de prodigios— ha tenido a bien contactar. Por eso, tal como lo hice al pie de la Cueva de Salamanca, del ferri de Pudong, Shanghái, o de una galería de Kunshan, he dejado estancias que la o el lector, si tiene ojos para leer, sabrá acomodar en su conjunto, a partir de las referencias claras comunicadas en los márgenes. En la historia del tiempo, existen vasos comunicantes que dialogan como lo hizo Quevedo con sus libros. Las ideas nuevas no solo sirven para definir una corriente artística futura: también operan en el pasado, para instruir a la o el autor de las Cantigas de Santa María, acudir con Antonio Colonna al Sueño de Polífilo, o sentarse con el Quijote en el retablo de Maese Pedro. ¿No necesitó Cao Xueqin la intervención de Gao E para llevar a la plancha El sueño en el pabellón rojo? ¿No escribió Virgilio a Dante? ¿No se poyaron la Odisea y la Ilíada en Homero? ¿No buscó Jorge Luis Borges —acaso con demasiada fortuna— al otro Borges, en El sur?
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