OPINIóN
Actualizado 26/11/2025 07:54:22
Juan Antonio Mateos Pérez

«La cordura, que es prudencia justa y solidaria, exige proponer creativamente estilos de vida moderados en cuanto al consumo, plurales… incluyentes por abiertos a todas las fortunas.»

ADELA CORTINA

«Lo que impulsa al consumo no es principalmente el deseo humano, sino el imperativo económico de aumentar la producción de bienes, ideas y servicios con fines lucrativos.»

JÖRG RIEGER

Vivimos estos días como si el calendario se hubiera convertido en una cuenta atrás hacia una fiesta que no celebramos, sino que compramos. El tiempo que va del Black Friday a la Navidad se ha transformado en una especie de túnel luminoso donde todo invita a la prisa: anuncios que caducan, ofertas que prometen ser irrepetibles, escaparates que nos asaltan como si la felicidad estuviera escondida detrás de un código de descuento. Cada año, la maquinaria comercial anticipa un poco más sus celebraciones: luces encendidas semanas antes de diciembre, músicas festivas que empiezan a sonar cuando el otoño aún no ha terminado, mensajes que nos aseguran que, si no compramos ahora, perderemos una oportunidad que no volverá. Paradójicamente, todo eso sucede en un momento histórico en el que la luz real es cada vez más escasa, pero la luz artificial de los centros comerciales se multiplica como un recordatorio de que el derroche es parte imprescindible del rito.

El problema no es solo que compremos, sino que parezca que ya no sabemos celebrar de otra manera. El consumo se ha convertido en una especie de liturgia moderna, un ritual que promete llenar vacíos que ningún producto puede satisfacer. Hemos pasado de vivir para producir a producir para consumir, y ahora consumimos incluso para sentir que existimos. Como recordó Bauman, “en la modernidad líquida ser consumidor es más importante que ser ciudadano”, una frase que explica por qué muchas veces parece que nuestra identidad depende más de lo que adquirimos que de lo que somos. El deseo ya no es una pulsión natural: es un mecanismo perfectamente diseñado para que nunca encuentre reposo. Un producto se compra, se usa y rápidamente se reemplaza por otro que promete lo que el anterior no pudo dar. Y así seguimos, en una coreografía interminable donde lo nuevo es siempre mejor, y donde la insatisfacción se convierte en el motor de la economía.

Esta atmósfera se intensifica entre noviembre y diciembre, cuando el consumo alcanza su punto álgido. Parecemos atrapados en una carrera de ofertas, envueltos en un ambiente que confunde el amor con el precio del regalo, la celebración con la cantidad de luces, la felicidad con un carrito lleno. La Navidad, que en su raíz es un relato de pobreza, de austeridad, de un Dios que llega de forma silenciosa y frágil, ha sido colonizada por el imperativo del gasto. Ya no celebramos un misterio: consumimos una temporada. Y en esa colonización se ha ido borrando poco a poco lo esencial, como si necesitáramos comprar la alegría para sentirla, o adquirir regalos perfectos para demostrar lo que sentimos.

El consumismo no actúa solo sobre la cartera: actúa sobre el alma. Byung-Chul Han lo expresa con una claridad casi dolorosa: “La sociedad del rendimiento produce cansancio”, y ese cansancio no viene solo del trabajo, sino de la obligación de estar siempre a la altura, siempre conectados, siempre consumiendo experiencias. Las conexiones técnicas sustituyen a los vínculos humanos, las vivencias rápidas sustituyen a la profundidad, y el ocio se transforma en una prolongación del mercado. La vida se fragmenta en momentos consumibles, en imágenes que hay que compartir, en instantes que importan más por lo que parecen que por lo que son. La existencia, al final, se vuelve ligera, pero no en el sentido luminoso, sino en el sentido más triste: liviana, sin peso, sin hondura.

Por eso se vuelve urgente una ética del consumo, no como un conjunto de normas para comprar mejor, sino como un modo de recuperar la libertad interior. Consumir es inevitable, pero consumir sin consumirse es un acto de resistencia. Significa detenerse antes de cada compra y preguntarse si realmente la necesitamos, si su coste ambiental o humano es asumible, si responde a un deseo verdadero o a un impulso inducido. Adela Cortina recuerda que el consumo también es un acto político: cada euro gastado es un voto por un tipo de mundo. Podemos sostener un modelo que explota, contamina y descarta, o apostar por uno más justo, más humano, más consciente. Existen alternativas y pequeñas grietas en el sistema que permiten respirar: el consumo local, los bancos de tiempo, la economía solidaria, las iniciativas de segunda mano, la reutilización, la sencillez como camino hacia una vida más plena.

Frente a la saturación de luz artificial, vale la pena recuperar la luz verdadera: aquella que no necesita cables ni escaparates. En esta búsqueda de una sobriedad que libere, resulta actual la advertencia de Thoreau: “La riqueza de un hombre se mide por las cosas de las que puede prescindir”. A las puertas del Adviento, cobran un sentido especial las palabras del Evangelio que ponen patas arriba nuestros criterios modernos de éxito y felicidad. Las bienaventuranzas no venden nada; simplemente recuerdan que la felicidad no está donde el mercado dice que está. Está en los pobres de espíritu, en los limpios de corazón, en quienes trabajan por la paz, en los que saben mirar con ternura y escuchar con hondura. La verdadera alegría brota de lo pequeño, de lo que no se puede comprar ni envolver, de lo que no espera aplausos ni fotografías.

Quizá este sea el mejor momento del año para reaprender lo esencial. Para recordar que los regalos más valiosos no vienen empaquetados: una conversación sin prisa, un paseo bajo el frío, una comida sencilla compartida, una carta escrita a mano, un perdón ofrecido, una llamada inesperada. El consumo responsable no es renuncia: es recuperación. Recuperar el tiempo, la presencia, el silencio, la autenticidad, el amor. Es decidir que la alegría no puede depender de un precio, ni la identidad de una marca, ni la celebración de un calendario comercial. Y es volver a escuchar otra intuición lúcida de Lipovetsky: “Somos turboconsumidores, pero cada vez más pobres de sentido”. Quizá, precisamente por eso, el desafío sea reconstruir ese sentido desde lo cotidiano.

Tal vez la revolución más profunda hoy sea la más sencilla: decir “basta” a lo que no necesitamos y “sí” a lo que importa. A la belleza de lo suficiente. A la verdad de lo simple. A la Navidad que no se compra, sino que se vive. Porque, en el fondo, lo único que puede llenar el corazón es aquello que no tiene precio.

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