Noviembre nos sume en una tarde que se apaga, en un día que se angosta y despertamos envueltos en niebla o en la lluvia que oscurece aún más la calle mojada y presta a extenderse ante nuestras obligaciones. Noviembre termina con la luz del adviento y enciende la lumbre para que nos sentemos alrededor, calor de mula y de buey a la espera de lo eterno, del solsticio y del nacimiento. Una luz vacilante en medio de la negrura que nada se parece a ese despliegue obsceno de diminutas bombillas, rojos intensos, dulces que se amontonan como si nunca comiéramos, como si tuviéramos la obligación de la fiesta y el gasto despiadados, plenos de estruendo.
El rito de la navidad, la figurita que se guarda con mimo, el recuerdo de la infancia, la historia sagrada de estrellas y magos ha de volver a la calma del calor, al pesebre de lo pequeño, al arbolito para la mirada amorosa de un niño ilusionado. La mirada ante el milagro de lo eterno, de lo bello, de lo pequeño. Y ahí no cabe el despliegue obsceno, ni la banalidad del brillo despiadado de lentejuela, luz afilada, sino cabe el barrio diminuto, el detalle envuelto en azúcar y recuerdo, el juguete ilusionado, la reunión de los que están lejos. En el puño apretado que contiene lo importante, lo que apenas nos cabe en el latido de un corazón, la copa de la fiesta sobre un mantel tendido en la mesa de los nuestros.
Comenzará el adviento y cerraré sin ruido la puerta de la casa para dejar fuera todo el estruendo. El final del año que se vuelve agresivo en su festividad ensordecedora, los colores que nos asaltan con ferocidad al paso de una calle llena, la necesidad de juntarse como si no estuviéramos juntos todo el tiempo. Cerraré sin ruido la puerta de la casa y quien quiera, que se quede dentro, con el calor que tanto necesitamos, con la alegría que nos debemos, con la compañía que consuela y la historia que nos lleva lejos, ahí donde nacen los niños entre escombros, portal de Gaza en el pesebre del desastre, de la destrucción y la estrella que es un bombardeo. Allí donde no hay más luz que la de los aviones, ni más alimento que lo que queda por el suelo. Velas para la ortodoxa Ucrania y su invierno crudo, velas para quienes duermen en los bancos de la espera, en las estaciones de nuestra prisa, en los albergues de nuestro desaliento… Una luz pequeña, humilde y temblorosa. Una luz de Adviento. Cerraré la puerta pero siempre se puede llamar a la aldaba del corazón y que resuene dentro para acoger lo amable, lo diverso, lo que quiera entrar, lo que está dentro.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.