Después de conocer que hay encuestas que afirman que el 20 por ciento de los jóvenes españoles ven con buenos ojos la figura de Franco, es necesario que se plasmen sobre este pergamino algunas pinceladas de lo que fue la sociedad franquista, del atraso generacional que padecíamos y de la hipocresía de una moral ultra católica que nos convertía en una sociedad analfabeta, atrasada y dormida, que definiera Azaña o la de "cerrado y sacristía, de charanga y pandereta" Machadiana, que provocaba el hazmerreír de los países más avanzados del mundo.
La celebración del 50 aniversario de la muerte de Franco, bajo el epígrafe de “España en libertad. 50 años” ha puesto de manifiesto -por muchos motivos, entre los que se encuentra la encuesta publicada por la que se acredita que aún hay un porcentaje elevado de la sociedad española que considera que la etapa franquista fue próspera y pacífica- que la fatalidad que nos ha atenazado en los últimos siglos, del fantasma de las “Dos Españas” sigue vigente.
Resulta desalentador pensar que muchos jóvenes tienen asimilado que la figura de Franco fue, en general, positiva y que contribuyó a la unidad de los españoles, cuando la realidad nos apunta que al terminar la Guerra Civil, en lugar de desplegarse la paz, la piedad y el perdón, que tan amargamente demandaba Azaña –presidente de la Segunda República, en guerra-, se propició la venganza y la expiación, mediante el terror, las miles y miles de ejecuciones de personas que políticamente pensaban de otra manera y la imposición del silencio, el descrédito, de la represión pública y sometimiento indigno con escarnio público incluido de familiares de ejecutados y presos políticos –esto último en el mejor de los casos-, los casi 300.000 presos y presas que poblaron las cárceles y campos de concentración, donde imperaron las torturas, las palizas, los tratos crueles, inhumanos y degradantes, las enfermedades, el hambre y, como consecuencia de todo ello, la muerte con sufrimientos de especial intensidad de miles de presos y presas republicanas.
También resulta desalentador que estos jóvenes hablen bien de esta ominosa época, cuando en los momentos “más dulces” del Régimen –si puede calificarse alguno así, yo diría menos atroces- que coincidieron, lógicamente, con el final del franquismo, con las lógicas excepciones de las últimas ejecuciones, tanto de Puig Antich, Heinz Chez, por Garrote vil, el 2 de marzo de 1974, como de los 5 fusilados el 27 de septiembre de 1975- teníamos vigente un Ordenamiento Jurídico decimonónico, absolutamente machista y discriminador, que en lo civil consideraba a la mujer un ciudadano de segunda categoría y dependía en sus actividades cotidianas del consentimiento del padre o del marido y en lo penal hubo siempre una brutal represión a quién manifestase disidencia política en relación al Régimen.
Además, y fruto de una moral ultra católica, estaba castigado como delito el adulterio y el amancebamiento e incluso la adquisición y disposición de anticonceptivos. Es más, el propio Código penal preveía tipos penales que castigaban más el adulterio de la mujer que el del hombre. En el tipo penal del adulterio femenino, se castigaba la conducta de la “esposa infiel” y también castigaba al amante de la misma. En cambio, el adulterio del marido se castigaba sólo en los casos en que tuviera “una concubina dentro de la casa conyugal” o “notoriamente” fuera de ella. Es de risa, porque una mera infidelidad del marido con alguien que no fuera amante “concubina”, sino simplemente un encuentro casual y fuera del domicilio conyugal, no era adulterio. Y si no existía “notoriedad”, es decir si la conducta adúltera del esposo no era conocida públicamente, por la comunidad, no se consideraba delito de adulterio. En el adulterio de la mujer no era necesario que hubiera “notoriedad” en el hecho.
En la regulación del adulterio, el Código penal franquista regulaba también un tipo privilegiado de homicidio para el esposo que sorprendiera en “flagrante” adulterio a su esposa, matase a la misma y a su amante o sólo a uno de ellos, la pena era sólo de destierro. Si les produjera lesiones no graves, quedaría exento de pena. Es lo que se denominaba “uxoricidio por causa de honor”. Parece que importaba más el honor del marido que la vida de los amantes, producto de la enfermiza escala de valores que gravitaba en la época franquista.
Pero no sólo se quedan ahí los tipos penales que “atentaban a la moral y a las buenas costumbres”, sobre todo en relación a la moral católica, puesto que la homosexualidad también se consideraba un “estado peligroso”, condición que servía para imponerle medidas de seguridad de internamiento en una colonia agrícola penitenciaria o en una cárcel, sin que el homosexual hubiera cometido delito, simplemente por su condición según la Ley de Vagos y Maleantes. La reforma de esta ley de Vagos por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social, en 1970, sí eliminó la exclusiva condición de la homosexualidad para imponerle medidas de seguridad, pero siguió considerando al homosexual como “estado peligroso”, no por la condición, sino por el “ejercicio” de la homosexualidad.
Y qué decir del delito de escándalo público que sancionaba penalmente a quienes atentaran contra la “moral y las buenas costumbres” con actos de grave “escándalo o trascendencia”. Esa regulación del escándalo público estuvo vigente hasta 1988, es decir, hasta 13 años después de la muerte de Franco. Resulta espeluznante lo que le ocurrió a una pareja de Badajoz, en 1986, cuando sentados en un bar de un pueblo pacense, el juez de Distrito de la localidad sorprendió a la pareja que sentados en la mesa de un bar, iniciaron –según la versión del propio juez- continuas “efusiones eróticas”, que consistieron en “descansar ella una pierna sobre las rodillas de su acompañante, mientras uno y otro introducían una mano en los pantalones de su pareja”. El chico pasó aquella noche en el calabozo municipal y al día siguiente fue trasladado a la cárcel de Badajoz. En ella sufrió vejaciones: intentos de violación, robos y palizas. El chico fue condenado a cinco meses de cárcel, 30.000 pesetas de multa e inhabilitación para ejercer la docencia. A la chica la condenaron a dos meses de cárcel, 20.000 pesetas de multa e inhabilitación para ejercer la docencia. Un año después de los hechos y de haber cumplido la condena, el chico apareció ahorcado, colgado con una soga atada a una viga del corral de su domicilio.
Así era la sociedad franquista. Se diferenciaba muy poco de aquélla sociedad española que calificó Azaña de “analfabeta, atrasada, dormida, sentada a la vera de los caminos de la historia”, una sociedad cuyo poder político favorecía a los grandes hacendados, a los señoritos y a los poderes fácticos, mientras mancillaba a las clases populares, a los más débiles.
Con estas breves pinceladas sobre el pulso vital de la sociedad franquista, ¿están seguros algunos jóvenes cuando defienden a capa y espada la figura de Franco?