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TOROS
Actualizado 07/11/2025 14:33:54
Toni Sánchez

Alberto González Prado moldea en Vecinos una ganadería con una base genética de calidad y una visión romántica del toro, donde el imponente semental 'Pálpito' se erige como el gran estandarte de un proyecto forjado a base de pasión

El otoño desviste las encinas del Campo Charro con la precisión de un cirujano. En la dehesa del Picón de Sanchiricones, en el término municipal de Vecinos, el desmoche deja al descubierto los esqueletos de las encinas, preparándolas para el frío que vendrá. Bajo ellos, un manto verde esmeralda, insuflado de vida por las últimas lluvias, se extiende como un lienzo ideal para pintar sobre él la majestuosa estampa del toro bravo. Es en este paisaje, conocido por los viejos del lugar como la ‘Milla de oro’ de la ganadería brava a menos de 30 kilómetros de Salamanca, donde un sueño infantil ha echado raíces hasta convertirse en una realidad tangible y emocionante a partes iguales: la ganadería de Toros del Picón.

Al frente de este proyecto está el salmantino Alberto González Prado, un joven ganadero que habla del campo con el romanticismo de un poeta y del toro con la precisión de un ingeniero, profesión que ha dejado aparcada para dedicarse en cuerpo y alma a lo que ama desde que era un niño: la crianza del toro bravo. Lo que hoy es una finca de ensueño y paradisíaca fue en su día un universo a escala en una habitación. “Yo siempre he soñado esto desde niño. Fíjate hasta el punto al que llegaba mi pasión por esto que yo tenía en mi habitación una finca creada con Playmobil, con sus toros, sus vacas, sus caballos, su plaza de toros…”, confiesa Alberto con una sonrisa que evoca la tenacidad de aquel juego y la inocencia de la imaginación.

Ese anhelo, alimentado por la sangre y las visitas a la finca de su abuelo, Paco Prado, una figura legendaria, fundador y precursor de la plaza ‘La Capea’ inaugurada en 1954 y primer apoderado de un jovencísimo Pedro Gutiérrez Moya, ‘El Niño de la Capea’, quedó en pausa durante sus estudios de Ingeniería Agrícola. Pero la vocación, como el agua, siempre encuentra su cauce. El destino le presentó la oportunidad de adquirir esta finca, un lugar que sintió como suyo desde el primer instante.

La finca de poco más de 40 hectáreas, que en el pasado había albergado a la divisa de Hermanos Zorita Francés, estaba lista para desarrollar en ella la crianza del toro bravo, y aunque en ella había ganado manso faltaba el alma que mueve a Alberto González desde que es un niño: los animales bravos. La oportunidad llegó de una forma tan inesperada como providencial, ligada a una circunstancia que paralizó el mundo. La desaparición de la ganadería de Gómez de Morales justo antes de la pandemia le permitió acceder a una base genética de máxima calidad a un precio asumible para un proyecto que empezaba de cero.

“Suena mal decirlo, pero a mí la pandemia me vino bien porque desapareció una ganadería emblemática como Gómez de Morales pero yo pude comenzar mi camino y empezar a labrar el futuro de la ganadería de Toros del Picón”, reconoce con honestidad. “Ahora mismo esa inversión hubiera sido inviable teniendo en cuenta el precio al que está el toro de lidia, considerando además que lo que yo compré es de una ganadería buena, contrastada y con una base genética muy buena”. Fue esa carambola del destino la que le permitió poner la primera piedra de un sueño que hoy pasta en los cercados del Picón: 45 vacas madres y tres sementales, todos ellos con el hierro de Gómez de Morales: Mensajero, Bananero y Pálpito.

Desde ese momento, Alberto comenzó a moldear su propio concepto de toro. Se define como un “romántico del campo” y un “fanático del pelo de los animales, tanto en el toro como en los bueyes y en los caballos”, una afición que se traduce en una paleta de colores que salpica la dehesa. Pelajes espectaculares, como los berrendos en colorado o los burracos, son su debilidad. Sin embargo, la estética es solo el primer impacto. Lo fundamental, la esencia del espectáculo, es la embestida que busca y persigue con ahínco.

La búsqueda del toro perfecto es una quimera, un horizonte que se otea pero nunca se llega alcanzar, aunque sin duda es el que marca el camino de un ganadero. Para Alberto González, ese animal ideal debe conjugar dos virtudes que a veces parecen antagónicas: la emoción y la nobleza. “Me gusta un toro que transmita, que humille, transmita y tenga obediencia. La transmisión la veo fundamental de cara al público, porque al final el público es el que sostiene el espectáculo. Si el público que paga una entrada y se sienta en un tendido se aburre, apaga y vámonos”, detalla con una claridad meridiana.

Conseguir ese equilibrio es un trabajo de paciencia, de selección rigurosa y de una intuición forjada en la observación diaria. Un camino largo y complejo, pero cuyos primeros frutos han colocado a la ganadería en lo que él mismo define como un “momento muy dulce”. La morfología, las hechuras y unos pitones siempre bien colocados son señas de identidad que busca con ahínco, pero todo queda supeditado a ese comportamiento en la plaza que justifica la existencia del toro bravo.

'Pálpito', el semental que lo cambió todo

En la dehesa del Picón de Sanchiricones, un ejemplar luce imponente. Es ‘Pálpito’, un toro de pelo burraco, con la seriedad propia de un cinqueño, muy ofensivo de pitones, cuya estampa intimida y enamora a partes iguales. Él es el gran estandarte de la ganadería, el semental que busca dar ‘productos’ que engrandezcan su legado genético. Y es, sobre todo, el protagonista del punto de inflexión para Toros del Picón.

El escenario fue el Bolsín Taurino de Ciudad Rodrigo de 2023. Presentarse como un desconocido en la final de un certamen de tal prestigio suponía una responsabilidad abrumadora. “No me conocía nadie”, recuerda Alberto. La tensión de los días previos, las noches sin dormir y la presión de competir con ganaderías punteras culminaron en una victoria que lo cambió todo. ‘Pálpito’ se proclamó novillo triunfador de la final en la plaza de tientas del Hotel Conde Rodrigo gracias al voto soberano del público que acudió al espectáculo.

“Todavía se me ponen los pelos como escarpias cuando recuerdo como fue el hecho de ganar esa final del bolsín. Se me saltaron hasta las lágrimas cuando me lo dijeron. Todo el proceso que conlleva la crianza de un animal bravo es muy complicado y verlo recompensado de esa forma es muy bonito”, relata con la emoción intacta mientras mira al horizonte de la dehesa. Aquel premio le permitió lidiar una novillada completa en el festejo del Domingo de Carnaval en Ciudad Rodrigo al año siguiente, en 2024, uno de los mayores escaparates de la ganadería hasta la fecha.

En el Picón de Sanchiricones un pequeño y coqueto palco se asoma a la plaza de tientas. No es un lugar ostentoso, pero sí un santuario cargado de significado. Sobre unas sencillas sillas de mimbre descansan dos pares de zahones de cuero, gastados por el tiempo y el trabajo. Unos pertenecieron a su abuelo, Paco Prado; los otros los usaba él cuando era un niño y pasaba el día entero soñando con toros. Son el símbolo de un legado, el testigo de una pasión transmitida de generación en generación.

Junto a ellos, otros recuerdos jalonan la corta pero intensa historia de la ganadería: el hierro de la anterior vacada que pastó en la finca, los Hermanos Zorita Francés, y los trofeos de sus primeros triunfos. Es el rincón donde Alberto se refugia para recordar de dónde viene y visualizar hacia dónde quiere ir. Todo ello al amparo de una chimenea junto a la que cuelga un cuadro con varias fotografías de ‘Pálpito’ en acción en la plaza de tientas del Conde Rodrigo.

A raíz del éxito en Ciudad Rodrigo el nombre de Toros del Picón comenzó a sonar. Plazas como Alba de Tormes, Sepúlveda o Villanueva del Campo han visto lidiar sus erales y utreros con resultados satisfactorios. Pese a ello, Alberto confiesa la enorme tensión que vive en cada festejo: “Lo paso muy mal, me gusta que salga todo bien. Estoy allí que me desmayo”.

La satisfacción, la verdadera recompensa a tanto sacrificio, llega al ver disfrutar al público y a los toreros. Matadores de la talla de Borja Jiménez, Javier Castaño, Samuel Navalón o Damián Castaño ya han tentado en su casa, dejando sensaciones inmejorables. Ser una ganadería corta en número de cabezas es, como él dice, una “bicoca”, un arma de doble filo. “Me puede pasar lo que este año, que tengo poquitos animales para salir al mercado, pero parar querer hacer el tipo de ganadería que yo quiero es más fácil, obviamente, con pocas vacas, porque al final la selección tiene que ser muy tajante y rigurosa”, argumenta.

Con la vista puesta en el futuro, su meta a largo plazo sería lidiar una corrida de toros, aunque prefiere ser cauto y consolidarse primero en el circuito de novilladas. Su compromiso más inmediato es con la base, con la cantera. El próximo 25 de enero volverá al Bolsín de Ciudad Rodrigo para lidiar seis becerras en una de las pruebas clasificatorias del certamen. “Si no apoyas a la gente joven y ese tipo de festejos, esto desaparece”, sentencia con rotundidad.

La defensa de una figura incomprendida

Más allá de su proyecto personal, Alberto González ofrece una reflexión profunda sobre la situación actual del sector. Diferencia claramente entre la tauromaquia, a la que ve en un “momento de esplendor y en la que se está toreando mejor que nunca”, y la cría del toro bravo, acosada por complicaciones sanitarias y administrativas.

Pero su mayor preocupación es la percepción pública del ganadero, una figura a menudo denostada. “Hay un problema muy importante, que es el desconocimiento”, lamenta. Critica que se englobe todo en la misma esfera y que el criador sea tan injustamente juzgado. “El ganadero de lidia en muchos ámbitos está visto también como un asesino. A menudo nos dicen que estamos criando un animal para matarlo y que no tenemos corazón, pero eso no es así. El que más se preocupa por sus toros y por sus animales es el ganadero. Se preocupa hasta el último momento de la lidia”.

Para combatir esa falta de conocimiento, mantiene las puertas de su casa abiertas a todo el que quiera aprender y entender la realidad de la cría del toro bravo, desde el nacimiento de un becerro hasta su vida en la dehesa. Un esfuerzo por dignificar una labor que, para él, es la culminación de aquel sueño de Playmobil, una realidad hecha a base de esfuerzo, selección y un profundo respeto por el animal que es el rey de la fiesta y el guardián del ecosistema más valioso de Salamanca, el Campo Charro.

FOTOS: Pablo Angular

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