Con el acostumbrado y ominoso silencio de gran parte de la prensa, la sutil indiferencia de la clase política y un no menor desinterés por parte de la Administración de Justicia, se ha conocido, por su denuncia ante el Vaticano, después de rechazada, despreciada y ocultada esa misma denuncia por las autoridades eclesiásticas españolas, un nuevo caso de agresión sexual, realizada esta vez por un obispo hoy en ejercicio, y que, como tantos otros casos, solo ha merecido un nimio comentario de algún cargo de la Iglesia española, eso sí, una vez hecho público y denunciado.
Podría aducirse que el cargo que ocupa el denunciado, Rafael Zornoza, obispo de Cádiz y Ceuta, plantea un salto cualitativo en la lucha contra la pederastia y las violaciones en la Iglesia (hasta ahora párrocos, curas, profesores de religión y otros oficios menores del espiritualismo patrio), pero si bien se mira, el excelentísimo y reverendísimo obispo no deja de ser un agresor más en el seno de una institución a la que sus mismos feligreses y devotos debieran dar no solo la espalda, sino el testimonio de su desprecio, así como ejercer la loable decisión de la denuncia judicial.
Los informes sobre delitos de religiosos católicos contra menores (agresiones, violaciones, abusos) presentados en España por el Defensor del Pueblo en 2023, después de arduas y largas investigaciones, documentados y certificados en todos sus extremos, provocaron en su día la profusión de propósitos de enmienda y las promesas de transparencia y reparación por parte de una jerarquía eclesiástica puesta en evidencia; medidas que hasta ahora no se han realizado, manteniéndose sin embargo el ocultamiento, la negación, la tergiversación y la mentira en un asunto en el que hay implicados religiosos en España con uno de los más altos porcentajes del mundo.
La podredumbre moral de estos comportamientos, el sufrimiento por su causa de miles de personas, la vergüenza de familias afectadas, la indignidad para con grupos e instituciones educativas víctimas también, la mancha de deshonra para este país que, sabiendo de qué y de quién, no sabe proteger a sus menores, parece traer sin cuidado a las instituciones españolas, especialmente a las gestionadas por la derecha política y las fuerzas reaccionarias. Hoy mismo, los silencios “de oficio” de las instancias fiscales de la Justicia, parecen mostrarse como una broma macabra, cuando a la denuncia en el extranjero (!!) de un español agredido durante años por otro español, viene a sumarse la propuesta que en estos días se debate en el Ministerio de Juventud e Infancia de ampliar en diez años la edad de las víctimas para que ¡prescriban! los delitos de violación, abuso, agresión y maltrato a menores por parte de religiosos. Y seguir tolerando que sea la propia Iglesia la que juzgue y condene a los violadores, en un intragable ejercicio de gregarismo impune y mercadeo de bocas cerradas.
Prescripción del crimen. Que venga Dios y lo vea. El cobarde y ridículo tembleque institucional que impide la imprescriptibilidad de esos delitos, da cabal medida de la levedad de la convicción social contra ellos en las instituciones, de la desatención en todos nosotros, del miedo irracional en las grutas de una teocracia de figurón y beatería hipócrita. La permanente colonización institucional que la Iglesia Católica Española ejerce en todos nuestros órganos de representación desde los tenebrosos tiempos del franquismo, sigue asfixiando con su pesada losa nuestra capacidad de juzgar. Esa incapacidad tiene una, digamos, ventaja: dejarnos meridianamente claro que el hastío y el desapego creciente hacia discursos, ritos y rituales religiosos, la quejumbrosa falta de “vocaciones” en la Iglesia, su escasez de fieles, devotos, parroquianos y creyentes no se basa, como repiten sus intercesores, en los nuevos modos de vida, ni en las distracciones tecnológicas, la prisa de vivir o la falta de tiempo para la piadosa meditación y el silencio, sino en algo mucho más prosaico: el asco, la repugnancia, la náusea.