OPINIóN
Actualizado 08/11/2025 09:20:50
Juan Ángel Torres Rechy

Tenemos a la vista el nombre asignado al cono de luz —visto desde otra perspectiva, parece compartir su arquitectura cambiante con la arquitectura de un hermoso cuerpo humano—, se llama Laomao.

Una página en blanco no consiste —en el caso presente— en un desafío. No aguardaremos a que llegue la inspiración, haciendo girar el lapicero sobre el escritorio (tampoco nos sentaremos —en las antípodas de la persona perdiendo la cabellera por no conseguir redactar la primera frase—, no nos sentaremos de piernas cruzadas, a fumar una pipa, mirando cómo el bolígrafo, sin encantamiento alguno, redacta por sí mismo la obra que honoríficamente llevará nuestra firma). Esta página en blanco, desde la hondura, o profundidad, detrás de ella, servirá para acercarnos en el tiempo y el espacio a lo que ella pueda mostrarnos. Como el cono de luz del proyector del cine, que arroja sobre la pantalla la imagen comunicada, de un modo menos poético, pero quizá igualmente similar, nosotros nos acercaremos por el camino del cono de luz hasta apreciar la representación impresa en el movimiento de la hoja. Sí, hablamos de una figura geométrica, una perspectiva, que se apreciaría mejor, pensamos, no a la distancia del dispositivo digital que llevamos en las manos cuando caminamos, sino a otra distancia distinta, quizá más poética y menos literal.
Una representación pictórica, o arquitectónica, como la que expondremos a continuación, utiliza el lenguaje como punto de partida y llegada. Podría resultar un lugar común su mención, una verdad de Perogrullo, pero para quienes tenemos la mala fortuna de dedicarnos a las letras, su exploración, inquisición, pesquisa, opacidad, resistencia, nos lleva a confirmar nuevamente que esas pequeñas entidades poseen una magia rara e inasible, que las más de las veces comparte lo que ella quiere y no lo que nuestra pluma dicta. Por eso ponemos sobre aviso al impaciente lector, para que se atenga a lo que estos renglones torcidos dirán, usurpando un tanto la identidad del autor, a quien yo, Juan Angel, tampoco conozco a ciencia cierta. Hablamos del cono de luz porque eso es lo que vemos hoy sábado, cuando aún no nos hemos sentado a esperar la llegada de la inspiración ante la página en blanco.
Creo que hoy en día, al menos para las generaciones nuevas, la lectura de una columna es algo que no se hace a menos que comporte una obligación escolar o de cualquier tipo (quizá haya familias donde los padres le dicen al crío, si no lees la columna no hay postre; o si no lees la columna, no puedes sentarte a la mesa; o peor aún, si no lees la columna, no podrás cepillarte los dientes). Otra experiencia recogida de los días de trabajo de escritor (es mentira que llevamos años sentados al escritorio, viendo cómo se nos hincha el vientre), es el sentimiento de que para que un escrito funcione debe terminar antes de haber empezado. ¿Quién tiene tiempo el día de hoy, u hoy en día, para leer…, perdón, para escribir, queremos decir? Entre más pronto acabe, mejor, mucho mejor aún si para eso no resulta necesario empezar. ¿No creen?
Hace un momento, sin que ustedes vieran, me tendí en el suelo bajo el escritorio de cristal e intenté calcular el volumen del cono de luz. Cuando alargué la cinta métrica a lo alto, medí 66 cm. Pero la cifra, aunque estaba impresa en la tira metálica, continuaba aumentando, indefinidamente, a imagen y semejanza profana del libro de arena del discípulo de Macedonio Fernández. Nos frotamos los ojos. Revisamos la etiqueta de la bebida que consumíamos (como vivimos en China, no sirvió de mucho, todavía hay como mil y un caracteres nuevos y enigmáticos, que hace falta aprender). Vimos que era agua. Comprobamos la medida de nuevo. La distancia había incrementado de manera exponencial. En unos cuantos segundos sumaba los kilómetros que median de México a China —en el centro, como el ombligo de una bailarina árabe, relucía Salamanca—. Nos volvimos a frotar los ojos, porque nos había caído una mota de polvo gigante.
Para acabar pronto, nos incorporamos y nos sentamos de nuevo al escritorio. Contemplamos el paisaje en la ventana. Vimos a nuestros seres queridos, igual que el cuento del mismo discípulo de Macedonio Fernández y Alfonso Reyes que en su poema «La lluvia» se reencuentra con la persona que ama. En esa ventana, en nuestro caso, sin lluvia, miramos a esas personas no solo con los ojos del alma, sino que también las escuchamos e incluso las sentimos, con los órganos correspondientes del alma, que algo deberán compartir con los de la carne, pues uno en efecto ve, oye y siente. Miré al suelo, para echarle un vistazo más al cono de luz. Me acerqué para mirarlo de cerca y me alejé para mirarlo de lejos. Quise tocarlo, quise recoger sus caudales en el cuenco de las manos, en la escudilla para mi alimento, en un botellín metálico con el nombre 3z coffee impreso en tipografía exacta. Pude apreciar algo de Nanjing. Desde el otro lado, pude apreciar algo diferente, vi una errata y un puñado de ripios que me llevaron a recordar a un autor desconocido. Visto hacia abajo, el cono de luz me produjo un vértigo insufrible, pues debido a tanta hondura le daba la vuelta al planeta tierra de abajo arriba hasta caer en la coronilla despejada de mi cabeza. Me vi a mí mismo mirándome ahí. Cerré los ojos.
Cuando volví a abrir los ojos, en un parpadeo, me miré de nuevo a mí, pero en un aula. La perspectiva fue la de las y los estudiantes (todas y todos a un tiempo). Descubrí que sus miradas no se dirigían a la ciencia académica, literaria, lingüística (sic) de mis pizarras, no analizaban el contenido de las presentaciones digitales, en cambio, se dirigían al unísono a mi barriga, que flotaba en torno a mi cadera según me movía de derecha a izquierda o viceversa. Mediante un software (app) instalado en tus pupilas, podía calcular la circunferencia y masa de la barriga. Como si hubiera activado la aplicación con mi vistazo, contemplé la cifra (peso atómico incluido) en el cuaderno. Cerré los ojos. Volví a abrirlos. Atestigüé otra escena. Volví a cerrarlos y abrirlos. Los cerré y abrí a una velocidad imposible, como si fueran las vueltas de un neumático a muchos kilómetros por hora, como gotas de agua en una tormenta. Los cerré de nuevo. Me senté. Tomé un respiro. Estaba mareado.
Ahora, si les parece bien, hagamos un ejercicio. Tomen una hoja en blanco y escriban en ella cualquier cosa. Yo, como de nuevo me he asomado al cono de luz, que comenzaré a bautizar con un nombre, intentaré mirar lo que escribieron. Saquen la hoja de papel. Escriban. A ver… a ver…, giraré el cono de luz, el trompo de luz… Ahí está el primero: es Italo Calvino —o alguien que se hace pasar por él—. «prolongada simbiosis de los objetos […] Ambos fueron escritos para defender los muebles estilo Imperio de la acusación documentada por gran cantidad de testimonios literarios que Praz, sufriendo, recoge complaciéndose un poco en acentuar los efectos que pueden dar razón a los adversarios». Sigamos girando el trompo, el cono de luz… Esto es trampa, no cuenta, no son palabras escritas, sino un ejemplar del Corazón de Amicis restaurado… Ahora tenemos a Simon Leys, alguien cuyo apellido pronunciado en castellano suena un poco a nosotros lectores… Sí es Simon Leys, «Vasari podría ser emparejado con un pasaje de Zhuang Zi: un príncipe quería mandar realizar unas pinturas en su palacio; una multitud de pintores respondió a su invitación y, tras haberle presentado sus respetos, se afanaron enseguida delante de él, limpiando sus pinceles y preparando su tinta. Sólo uno, no obstante, llegó después de todos los demás». A ver… Hm, esto otro es una videollamada… ¿la cogeré?... Hm… Bye bye.
Saltemos un párrafo abajo, al cabo del siguiente punto y aparte.
Bien. Otro más.
Y otro.
Bien. Hemos convertido el párrafo en estrofa.
Saquemos la barita mágica del bolsillo.
Aclaremos la garganta.
(Escupamos sin ser vistos.)
Digamos las palabras mágicas…
E insuflemos con aliento de vida
este poema colgado de una esfera de Navidad
en un arbolito desamparado,
yerto,
quebrado como un cristal,
hasta que nosotros le comunicamos vida y esperanza,
robusto,
con nieve alrededor
y niños jugando,
todas y todos con sus padres
y abuelos, incluso.
Abramos los ojos nuevamente. ¿Qué escena vemos? ¿Hemos encontrado la que has compartido, como comentario, en la publicación de Instagram de la cuenta @torres_rechy? El cono de luz ahí sigue, ahora en la oscuridad, ya herido por un círculo, una esfera, de agua o fuego, ya acechado por un jaguar, un tigre. Allá divisamos una pantera, una loba, un león, de un lugar de Italia. Están Todos los nombres, de José Saramago, más literatura de Borges, más épica latina. Está tu mirada benévola, caída del poema de tus párpados, amiga, inocente, bendita. Tenemos a la vista el nombre asignado al cono de luz —visto desde otra perspectiva, parece compartir su arquitectura cambiante con la arquitectura de un hermoso cuerpo humano—, se llama Laomao.
torres_rechy@hotmail.com

Etiquetas

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Opinión
  3. >Laomao