CULTURA
Actualizado 06/11/2025 15:09:33
Charo Alonso

La colección de antigüedades que guarda Manuel de Dios es un viaje al pasado a través del respeto y el cuidado.

El buen medidor, ni rasero. Y es un rasero el que me enseña Manuel de Dios junto a la media fanega con la que medir el peso del tiempo y del corazón, cuarto y mitad, cuartillo volcado en las ordenadas medidas de una romana donde pesar el recuerdo de los nuestros.

Tiene Manuel de Dios un banco de trabajo tan amorosamente ordenado como las libretas donde escribe las listas de una colección cuidadosa, marcada con la etiqueta primorosa que constata su particular existencia, su protagonismo en este espacio hurtado a la memoria en el que Manolo oficia su ejercicio de cuidado. Cada apero de labranza, cada objeto está consignado, arreglado y colocado en los estantes del corazón: las medidas con las medidas, la hojadelata bruñida que iluminaba la noche junto a los utensilios de cocina pulidos por el uso. Cristal cortado para la fiesta, botellas de marcas antiguas, loza de diario y cerámica fina en el aparador mimado en la humilde casa de la labranza… Recuperados del olvido por este anticuario que no lo es, los objetos de otro tiempo se ofrecen a nuestros ojos curiosos, están tallados a la medida de la mano, nacen de la madera, el metal de la forja del esfuerzo, el barro del que estamos hechos… objetos que dejamos de usar y que rescató Manuel.

Charo Alonso: ¿Cuándo y por qué iniciaste esta colección?

Manuel de Dios: Muy pronto, desde muy joven. Mi objetivo fue desde siempre que se conservaran las cosas, que no se tiraran.

Hijo de labradores de Pajares de la Laguna, muy tempranamente sintió Manuel ese apego por el objeto hecho por el hombre para el uso diario, habitante de una casa donde cada utensilio, tan escaso, tenía peso y entidad, importancia. Esa que se perdió con las herencias, las casas dejadas a un lado a la hora de partir y ni para ti, ni para mí, y que condenó a tantas cosas a la pérdida o al basurero, o al anticuario feroz que arrambló con todo sin interés etnográfico, solo económico. Tiempos en los que se prefería la modernidad y se arrojaba lo viejo.

M. de D.: Llegaban los cacharreros y se lo llevaban todo en camiones. Ni siquiera se les llamaba anticuario. Eran cacharreros.

Tiempos aquellos en los que dar la espalda a lo cotidiano, a lo diario era signo de progreso. Pero Manuel siempre tuvo esa afición de recoger, recopilar, espigador del objeto con su pátina de uso. Lo suyo, ni siquiera pateando el rastro, fue el negocio, sino esa voluntad de recuperar, testimoniar, rescatar.

Ch.A.: El anticuario ama la búsqueda, le gusta acumular, es un poco obsesivo, pero yo a ti te siento muy sereno, y no ves tu colección como un negocio.

M. de D.: Nunca he visto esto como un negocio, es para mí, para recuperar los objetos de antes, que es recuperar a la gente que lo vivió. No me preocupa la cantidad, si ya tengo una pieza ¿Para qué quiero dos o tres iguales? No se trata de comprar por comprar, ni de acumular ¡Y creo que no he llegado a ese punto de obsesión!

Ch.A.: Nos sorprende mucho el orden…

M. de D.: Es necesario, tengo consignado cada objeto con su etiqueta, sé dónde está, de dónde vino, quién me lo dio. Muchas cosas me las han traído los amigos, que cuando cerraban una casa se acordaban de mí.

Ch.A.: En realidad no solo haces una recopilación de objetos, sino de palabras que se van perdiendo porque ya no usamos todo esto.

M. de D.: Creo que tengo recopiladas más de 700 palabras. Siempre me vas a encontrar aquí, arreglando, limpiando, catalogando, porque no es solo el objeto, claro ¿Quién va a usar ahora la palabra tenaza, badila? ¿Quién va a saber que se guarda en los sobrados? Y luego está el hecho de que en cada zona, las cosas se llaman de una manera distinta. Cosas, objetos que se hacían con mucho sentido común, que se hacían en las casas porque ahora no recordamos que antes no había posibilidades, que todo era precario, que había que pensar, aprovechar, lo que ahora llamamos reciclar.

En esos estantes de la memoria, aparadores de lo bueno que se guardaba con mimo, el recuerdo de un tiempo pasado sorprende al visitante. Pero hay algo en la colección de Manuel de Dios que nos toca el corazón y las páginas del recuerdo. Su particular recreación de una escuela de los años cuarenta y cincuenta, su mimo cuidadoso a la hora de clasificar los juguetes de un tiempo de carencia, y más tarde, la ilusión de la modernidad con los aparatos de música, las revistas, los libros ilustrados, el guateque de un tiempo de juventud y esperanzas de progreso. Niñez de juego en la calle y juguetes hechos en casa, aros para correr, patines que eran un lujo, recortables de niñas en miniatura.

Carmen Borrego: ¿Por qué la escuela?

M. de Dios: La escuela es un tema que me encanta. Tengo esa imagen tan metida de la escuela que le he dedicado mucho tiempo. Viví ese tiempo y la tengo clavada.

En el pupitre de madera, el palillero y la enciclopedia con la que mis padres aprendieron a leer, comparten espacio con las correas con las que se llevaban los libros, con la cartera de cartón, la caja de lata para llevar el ascua con la que calentarse, el cabás para los utensilios, pocos, de esa clase presidida por el crucifijo, el rostro del caudillo, los mapas de colores y las imágenes religiosas. Figuras geométricas, cuadernos precarios de escritura primorosa, laboriosa tarea del maestro nacional.

M. de D.: Al principio, no había juguetes, los fabricaban. Luego, poco a poco fueron llegando...

Como llegó esa modernidad que sustituyó a las pesas y las medidas, arrinconó el barro, el cristal heredado, la porcelana fina que se ocultó en las alacenas escondidas. Y el plástico se adueñó de las cocinas, de las despensas donde quien guarda, halla, como decía mi abuela. La hoja de lata del corazón dejó de golpearse, el trillo de girar, el atlas antiguo a descabalarse. Al léxico del corazón le sobraron palabras y expresiones de otro tiempo de almuz y aprovechamiento, de falta, de carencia, de cuero trabajado en casa, de costura laboriosa, de escobas de madera, de trébedes en torno a la lumbre para calentar el pasado…

M.d.D.: A la gente de las residencias le gusta mucho venir a ver todo esto. Es su tiempo, los objetos que usaban, que hacían. Se emocionan con la escuela porque es lo que han vivido.

Una vida esforzada, una vida con el poco capricho del tiempo de juego en la calle con los amigos. Escuela rural de exigencia y vara de medir, de niños con sabañones al abrigo de su ascua, de la comida cuidadosamente colocada para llevar junto a los pocos libros, los escasos cuadernos. Tinta y pizarrín, libro compartido. Cartilla después con las canicas que transparentan la mirada, el juego como otra forma de aprender. La escuela y su armario de ritual diario y oración al comenzar la larga jornada con la esperanza del recreo.

Texto de Charo Alonso / Fotos de Carmen Borrego

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