OPINIóN
Actualizado 05/11/2025 07:57:37
Juan Antonio Mateos Pérez

“Más de la mitad de los encuestados considera que la tensión política actual es la más alta desde la Transición.”

Del Informe IV de la Encuesta Nacional de Polarización Política – CEMOP (2024)

“La polarización convierte la política en una lucha por el reconocimiento más que por la razón.”

EZRA KLEIN

Vivimos un tiempo de trincheras. Cada sociedad, cada individuo, parece mirarse en fragmentos que ya no reflejan el todo, sino una parte amplificada por el miedo y el ruido. La polarización política, esa palabra tan repetida que corre de boca en boca, no es sólo un fenómeno ideológico o un juego de poder: es el síntoma de un cansancio espiritual. En la era de las pantallas, donde la información se confunde con el grito y la identidad con la consigna, el otro ha dejado de ser un interlocutor para convertirse en un enemigo. Y la política, que alguna vez fue el arte de convivir con el desacuerdo, se ha vuelto un combate emocional por la pertenencia.

Luis Miller lo ha expresado con lucidez: “La polarización política no es sino una forma moderna de tribalismo”. En efecto, el tribalismo no ha desaparecido con la modernidad; ha mutado. Antes se expresaba en fronteras, religiones o clanes; ahora lo hace en hashtags, slogans y votos. En lugar de buscar la verdad, buscamos confirmación. En lugar de escuchar, emitimos. Las redes sociales han perfeccionado este instinto ancestral: cada uno habita un pequeño universo informativo donde las propias ideas rebotan como ecos infinitos. La diferencia ya no es diálogo, sino amenaza. Y así, la democracia se vacía de palabra y se llena de ruido.

La polarización no es un accidente histórico, sino una consecuencia emocional de nuestro tiempo. La velocidad del mundo contemporáneo ha sobrepasado la capacidad humana de comprender. Como escribió Kierkegaard, “la ansiedad es el vértigo de la libertad”. Ese vértigo, multiplicado por la sobreexposición digital, nos empuja a buscar refugios identitarios. La libertad moderna, que debía abrir horizontes, ha generado miedo. Por eso nos agrupamos, por eso elegimos bandos: para sentirnos menos solos. La polarización es, en cierto modo, la expresión política de la soledad.

En Estados Unidos, la fractura se hizo visible en el asalto al Capitolio, un acto que pretendía “salvar la democracia” destruyéndola. En el Reino Unido, el Brexit dividió generaciones. En América Latina, la grieta argentina y el fanatismo brasileño transformaron la política en una religión civil. En Francia, Italia o Alemania, la tensión entre populismos y liberalismos marca la pauta. España, por su parte, es un espejo de ese fenómeno global, aunque con raíces propias. El país que en los años ochenta simbolizaba el consenso es hoy un escenario de bloques enfrentados donde cada elección parece un plebiscito moral. Según el CEMOP, el 69% de los españoles percibe que la sociedad está “muy o bastante dividida en dos grandes bandos”. La idea de las “dos Españas”, que creíamos superada, ha vuelto bajo nuevas formas, menos ideológicas y más emocionales.

Esa división no nace sólo del enfrentamiento entre partidos. Tiene su origen en la pérdida del lenguaje común. Hoy, palabras como “libertad”, “igualdad” o “justicia” ya no significan lo mismo para todos. Cada grupo las usa como emblema propio, vaciándolas de sentido universal. En el siglo de las identidades, el lenguaje se ha convertido en frontera. Y cuando las palabras dejan de unir, comienzan a herir. La política se vuelve entonces una lucha por apropiarse del significado de las cosas.

España, históricamente, ha sido un país de pasiones políticas intensas, “extremoso”, como decía Azaña. Pero la crispación actual no es sólo ideológica; es afectiva. Ya no se vota tanto por programas como por emociones. Ya no se eligen propuestas, sino banderas. La polarización se infiltra en lo cotidiano: en la mesa familiar, en el trabajo, en los grupos de amigos. Muchos prefieren callar antes que arriesgar el vínculo. La conversación pública, saturada de juicios, ha perdido su aire. El silencio se ha vuelto una forma de defensa.

El fenómeno tiene raíces sociales profundas. La desigualdad económica, la precariedad, la desconfianza hacia las élites y el impacto emocional de la pandemia han erosionado el tejido de confianza que sostiene a la democracia. Y cuando se pierde la confianza, el miedo ocupa su lugar. El miedo a perder lo poco que se tiene, a que el otro imponga su modo de vida, a quedar fuera de la historia. De ese miedo se alimentan los populismos, que ofrecen certezas simples a cambio de obediencia emocional. No prometen esperanza, sino pertenencia. Y pertenecer, hoy, es un alivio.

El problema es que ese alivio tiene un precio. Cuando la identidad se construye en oposición, la convivencia se hace imposible. La democracia se transforma en un campo de batalla donde no se busca el bien común, sino la derrota del adversario. El filósofo Emmanuel Levinas recordaba que la ética comienza cuando el rostro del otro me interpela. Pero en una sociedad polarizada, el rostro del otro desaparece: sólo vemos su etiqueta. La política, en su versión más degradada, ya no busca persuadir, sino humillar. Y una democracia humillante es una democracia enferma.

Sin embargo, la polarización no es sólo un signo de decadencia; también es una llamada de atención. Muestra que las sociedades no están dormidas, que las tensiones soterradas —económicas, culturales, identitarias— han salido a la luz. Todo conflicto contiene una posibilidad de transformación. La pregunta es si sabremos convertir ese choque en aprendizaje. Para ello, es preciso recuperar la virtud del matiz, esa forma de inteligencia que no teme la complejidad. El matiz no es tibieza; es profundidad. Implica reconocer que el otro puede tener parte de razón, que la verdad rara vez se encuentra en los extremos. En un mundo saturado de simplificaciones, el matiz es un acto de valentía.

Reaprender el arte del diálogo será quizá la tarea política más urgente del siglo XXI. No se trata de borrar las diferencias, sino de humanizarlas. La democracia no exige unanimidad, sino respeto. No pide amor entre adversarios, sino reconocimiento. Pablo Álvarez Sánchez lo expresó con ironía y ternura: “Somos todos muy iguales; deberíamos poder charlar sobre cualquier tema con otra persona, independientemente de si estamos de acuerdo o no.” Ese gesto sencillo —charlar— puede parecer mínimo, pero es revolucionario en una época de ruido.

España, como el resto del mundo, se encuentra ante una encrucijada moral. Puede seguir alimentando la lógica del enfrentamiento o puede apostar por la cultura del encuentro. Puede convertir sus diferencias en heridas o en puentes. Al final, la polarización no se cura con leyes ni algoritmos, sino con una ética de la presencia: la voluntad de mirar al otro sin miedo. Helen Keller escribió que “el resultado máximo de la educación es la tolerancia”. Quizá la política deba volver a ser eso: una forma de educación mutua, un aprendizaje de la paciencia, un ejercicio de humildad colectiva.

El ruido terminará por cansarnos. Y cuando ese cansancio llegue, tal vez redescubramos la necesidad del silencio, del diálogo, de la palabra compartida. Tal vez comprendamos que ninguna democracia sobrevive sin ternura. Porque la polarización no es, en el fondo, una cuestión de ideas, sino de humanidad. Y solo cuando volvamos a ver en el otro un reflejo de nuestra misma fragilidad, podremos decir que hemos aprendido a vivir juntos.

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