Pese al peso de la falta de espacio, en el rincón recogido del camposanto del pueblo de los míos, siguen aflorando sobre la tierra las tumbas de los niños. Pequeñas como cunas mecidas por el recuerdo de una vieja flor ajada de tela, una mano bendita que amontona y arropa el túmulo sin lápida. Tan pequeña y tan hacendosamente hecha como una cama donde dormir el sueño de los inocentes. Dicen que no hay ángeles y cubren sus alas el cementerio de pueblo, la piedra pulida por la lluvia, barrida de toda perturbación por el viento que se empeña en jugar con las jardineras precarias sujetas precariamente con el canto rodado cogido de la cuneta. Más allá de la puerta abierta, se abre el territorio de una antigua batalla y su sangre derramada ahí donde salían las balas de los mosquetones al compás de los arados y las vertederas de mi abuelo. Tierra que espera el agua y viento que barre los estrechos caminos de la vecindad de este camposanto siempre bendito, siempre sagrado, cubierto de alas de ángeles custodios, sin trono, a la intemperie de nuestro amor a ratos, de nuestras flores de cabodaño, de nuestras lágrimas cuando movemos esa piedra que nos cuida y nos cubre de ceniza, polvo enamorado entre los dedos vacíos.
A la jardinera del cementerio, mi abuela Rafaela, le gustaba esta fecha de castañas y sagrada obligación, y recorría las estaciones de su particular vía crucis como visita a vecinos bienamados. Y me sale al paso, detrás de su lecho amoroso, el recuerdo de su hermana, la madrina de pila de mi madre, la mujer del nombre antiguo porque aquí todos están en amorosa compañía y mi bisabuela, como en el rincón de los niños, tiene un túmulo de tierra que parece arada por la mano diligente de su hija. La cruz desafiando todos los vientos y las disposiciones que marcan los tiempos de los restos, los restos de los huesos pulidos por los años. Hay una letanía de buena vecindad y familia en la lectura de este lugar bendito y me detengo a la salida “Que nos esperen muchos años”, cuando una estrofa de la copla de pie quebrado de Manrique me sale al paso tras un centro de flores… y me pregunto qué hace el poeta de Paredes de Nava al que no puedo acercarme sin llorar ahora, coplas a la muerte de su padre, en este cementerio de pueblo, en este rincón asomado a los Arapiles, en este lugar de familia donde me tropiezo con los míos a cada paso de la escasa visita… y sigue el viento acariciando el embozo de piedra, el cuerpo apenas tendido y arropado por la tierra, mimados por el amor los habitantes del rincón de los niños, ángeles que sí vuelan sobre las palabras del poeta, las letras que recuerdan los nombres, las fechas, el lugar de nuestro reposo, el espacio de nuestro recuerdo, el rincón de mis amores. Ángeles y alas, poemas que me sobrevuelan, rincones del corazón adolorido…
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.