La particular forma de escribir novela negra del autor extremeño fascina al gran número de lectores de su detective, Ricardo Cupido.
Los seguidores de las series literarias de la novela negra somos fieles y tenaces, y recibimos cada nuevo libro como una fiesta. Una fiesta que, en el caso de la última entrega de Eugenio Fuentes es muy especial, porque sabemos que el autor cacereño no está sujeto a plazos ni a ninguna servidumbre, y que solo nos pone en bandeja la historia cuando la tiene perfectamente hilvanada. Una historia que aborda esta vez todo tipo de temas candentes y que además, nos presenta a un detective no solo emparejado, sino padre por partida doble.
Sin embargo, cuando pienso en Eugenio Fuentes, yo que me he leído toda la serie de Cupido así como el resto de sus novelas, le veo visitando uno de mis institutos extremeños y dándoles a los chicos una charla inolvidable sobre el valor de la literatura a través de un paseo que inició, como no podía ser de otra manera, en La Iliada y La Odisea. Docente de profesión, Fuentes es un amante conocedor de la literatura, un orador magnífico y sosegado y un ensayista del que he disfrutado mucho. Y aunque mi evocación de Fuentes sea la de un profesor de profundo discurso y empática calma, no olvido que, en este mundo de vanidades, el extremeño es un exitoso novelista que se niega a todo protagonismo, que presenta sus obras casi en sordina, convencido de que todo lo que tenía que decir ya lo ha encerrado en las páginas de su nueva novela.
Una novela que, de nuevo, se desarrolla en Breda, esa Breda que siempre creí seca y árida, y que ahora, dado el amor de Fuentes por el paisaje de su nuevo refugio, despierta en una primavera esplendorosa. Ese milagro extremeño que dura poco y que es sencillamente deslumbrante. Una Breda pequeña, recoleta, donde vive este atípico detective más alto, como diría Safo, que un hombre alto, dueño de una memoria capaz de enlazar los hechos y los indicios para llegar al desenlace y sobre todo, un hombre machadianamente bueno.
Quiero pensar y pienso que así es el autor de este personaje que se nos ha hecho familiar. Ambos montan en bici, se niegan, como Delibes, a salir de su amada provincia, detestan la violencia –el detective en su trabajo y Fuentes en el suyo frente a otros autores rebozados en sangre- y sobre todo, son humanistas, entrañablemente buenos. Cupido siente empatía hasta con los asesinos, aunque en esta entrega se enfrentará a una sensación nueva para él, padre reciente que piensa que la paternidad le cambia para mejor la mirada, el odio. Fuentes, siempre galdosiano en su manejo del realismo de la sociedad en la que vive, también siente empatía por todos sus personajes, aunque esta vez se enfrenta a realidades que le superan y resuelve casi a golpe de corrido. La violencia en la provincia es contundente y repentina, pero nunca gratuita, no se regodea, nunca es un ejercicio tan contumaz como lo es en manos de sicarios que nos enseñan otra forma de vivir a la que asistimos aterrados.
En esta novela atrevida, Fuentes y Cupido se atreven a ir más allá, y en la capital encuentran protagonistas de cuento sin País de Nunca Jamás, como esa Wendy de la que tan poco sabemos, como nada vislumbramos de la que ocupa la portada del libro. Pura sugerencia, la mujer es una ilusión a la intemperie de mundos tan crueles como el del fútbol, el de los sicarios, las influencers o la pura codicia. Porque es la codicia la que marca a todos los personajes y les hace caer en la tentación mientras otros, los otros, viven su vida tranquila e intentan ser mejores en la parcela que les tocó arar. Y ese Eugenio Fuentes que no hace sangre con casi nadie, de quien han salido personajes tan inolvidables como El Alkalino o el propio Cupido, se moja para criticar, no tan galdosianamente, este mundo de una crueldad nueva que aprecia diverso como en su admirable retrato del Sami que inicia la acción.
Recuerdo la voz calmada de Fuentes cuando leo su prosa prodigiosa, sus fantásticos diálogos, su humor tranquilo. Y lo hago encontrando hallazgos literarios en medio de esa trama bien urdida, de esa velocidad que imprimimos a medida que leemos bajando la cuesta sin dar pedales, deseando terminar la historia: Su aire levítico y antiguo, el ambiente opresivo y microscópico, el amodorrado paraíso de la burguesía de las ciudades archiprovincianas del siglo pasado había ido desapareciendo… hallazgos que relucen en medio de la novela como las verdades que desgrana la voz del narrador, una voz enamorada de la verdad, de la naturaleza, del valor de la amistad, de la ciudad pequeña, de los detalles que nos hacen humanos, de la verdad que es belleza como la belleza es verdad a pesar de quienes cercenan por codicia la vida de los otros o se enredan en una existencia inhabitable. De nuevo la magia de un escritor en plenitud de facultades nos regala una pieza con la que, como siempre en la buena novela policiaca, criticar el mundo en el que vivimos, recorrer el camino que no hollamos, comprender al otro pese a que nunca nos atrevimos… o quizás, es que la vida no nos puso en la tesitura de hacer ese daño que repara un detective humano, un autor galdosiano, un padre recién estrenado.