OPINIóN
Actualizado 18/10/2025 08:49:40
Juan Ángel Torres Rechy

El asombro de vivir carecía de importancia y todo se reducía, como el polvo, o la muerte, a un sueño infinito, de pasión y búsqueda.

Probablemente, como saben quienes han leído a los clásicos y el humanismo renacentista —traducidos en Salamanca por Luis Frayle Delgado, poeta—, las letras latinas y sus hijas, las románicas, han puesto el foco de luz en palabras como «amistad», «guerra», «derecho», «retórica», «filología», «poesía épica», etc., pero probablemente no lo hayan hecho tanto —el vacío lo reporta mi pobre lectura de aquella literatura, no la realidad—, en relación con otra palabra, «confianza». Yo creo que todas las personas que hemos experimentado la vida en la tierra, o aquellas que acaso han leído más de dos libros, hemos encontrado situaciones donde esa palabra, «confianza», emerge de manera natural, como una pompa de jabón del bastoncito que sostiene el niño en el parque. En la columna, abordaremos la palabra, para mirar qué escribe, tacha, corrige.
La «confianza», según el Diccionario de la lengua española (DRAE), es en su primera acepción la «esperanza firme que se tiene de alguien o algo». Entre los sinónimos, los que me saltan a la vista por su mayor cercanía a lo que pretendo decir son «seguridad», «valimiento», «certidumbre», «empuje» —obviaré «amistad»— y «naturalidad». En su cuarta acepción, el DRAE arroja este significado, con el matiz de término en desuso: «pacto o convenio hecho oculta y reservadamente entre dos o más personas, particularmente si son tratantes o del comercio». Esto último me suena, en un lenguaje de nuestros mayores, a algo como «hacer una confianza», «acordar una confianza». Los lectores nacidos en las primeras décadas del siglo pasado, o sus hijas e hijos, podrían decir si esto resulta acertado. En un lenguaje más elevado, en aquella misma situación, podríamos expresar, supongo, «pactar una confianza» (de bigote, como escuché decir un día).
Otro día, también escuché decir otra cosa. En el contexto de una persona nacida entre los años de las generaciones Baby Boomers y X —entre los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la década de los 70—, cuando muchas operaciones se gestionaban de manera analógica, material, en la conversación escuché hablar de un administrador de un centro financiero modesto que encargaba la operación de llevar el dinero en efectivo, en una bolsa de pan, a un trabajador de su confianza. El administrador lo veía cruzar la avenida, bolsa de pan en mano, saltando el camellón lateral, hasta doblar en la esquina de los ahuehuetes y perderse de vista. Media hora más tarde, saltando el camellón, volvía el trabajador, asimismo bolsa de pan en mano (sin dinero en metálico, sino con pan, ahora sí), de vuelta al centro laboral. —¿Así lo hacía todos los meses?—, preguntó otra persona que seguía la conversación, a pesar de tener la mirada clavada en el teléfono. —Sí—, respondió el primero. También agregó, —esto nadie más lo sabía, claro está: mediante ese voto de confianza, probablemente, lo que el administrador pretendía era mostrarle la fuerte confianza y amistad que depositaba en él. —Sí, sí, sí— remató el otro, todavía con la mirada en el teléfono.
Por Juan Luis Vives (s. XVI), con su escolta de adagios, máximas, sabemos que el humanismo abogaba por la ética, con su senda recta; diría el foco de atención al camino del «bien y del fundamento de sus valores» (DRAE), no al de lo «hético», que aquí, por analogía, referiría una senda torcida (tísica, con tos, dolor de pecho, fiebre); una senda, en palabras de la literatura italiana, por una selva oscura, con leopardos, leones, lobos concebidos por la pesadilla de Dante y Virgilio.
La confianza se gana, pero también se concede. La confianza, por otra parte, también puede causar daño. Esto último me lo dejó ver otra amistad en la misma conversación donde salió el tema del administrador y su amigo de la bolsa de pan. —Conozco otra historia interesante. En esta —dijo alguien más en el círculo de amigos—, una persona le contó un secreto a otra. La otra persona, desde ese momento, comenzó a retirarle su amistad gradualmente, pues creía que haberle comunicado tal secreto no representaba otra cosa mas que haber abusado de su confianza—. Todos estuvimos de acuerdo, me parece. Además, cuando a ti te comunican un secreto, posiblemente haya otras personas que sepan que precisamente eres tú quien conoce ese secreto. Sin saberlo, te pones en la mira de propios y extraños.
Esto es como todo. Ves lo de afuera, pero difícilmente percibes lo de dentro. Al otro lado del espejo —usando palabras de C. Lewis—, anida un vasto universo, un cosmos, que a duras penas atisbamos. Si no, miren un retrato de Dante, uno de Petrarca. ¿Ustedes podrían imaginar que al otro lado de ese par de espejos que tienen por ojos se encuentran África y la Vida nueva? Es en esas regiones, agregamos nosotros, donde el árbol de la confianza crece y fructifica, como un árbol más de Octavio Paz, poeta querido y rechazado por partes iguales. Cuando una, uno, lee a Paz y recuerda la atmósfera de la primera vez que lo leyó, en la juventud, entra en el dominio de un trance que nos resulta difícil comunicar con palabras. Se percibe el Colegio de San Ildefonso, México, con su arquitectura barroca, su patio severo y discreto, tocado apenas por una vegetación reducida. Se intuye, en lo alto de la copa de los árboles de la poesía de Paz, el soplo de un viento que desconoce una causa y un fin que no sea el extravío mismo. Se recuerda —sin que el recuerdo llegue con palabras tampoco— una década en la que el asombro de vivir carecía de importancia y todo se reducía, como el polvo, o la muerte, a un sueño infinito, de pasión y búsqueda.
Esos árboles, o unos más bellos —agrego los bambús, que para mí han significado algo especial en China—, nacen en el interior de las personas con letras o sin ellas, con números o sin ellos, esos árboles, como la confianza, desconoce la competencia que tengamos en la reparación mecánica de una nevera o en la fabricación de microchips. No necesariamente responde al ámbito de la tecnología y la ciencia en el interior de un cerebro gigante. La confianza, queremos creer aquí, se parecería, más bien, a una semilla, a unas cuantas letras pequeñas, impresas en papel, recortadas, que ya sea mediante la siembra en tierra fértil o la disposición acertada en el papel, comunica un mensaje coherente y consecuente. —¿Tú qué piensas sobre esto—, le preguntamos al amigo del teléfono. Sin que se dé cuenta, nos asomamos a la pantalla de su dispositivo móvil. No tiene la selva oscura de Dante.
A propósito de esto último, apartándonos un palmo del tema, quisiera dirigir la atención de nuevo a la primera estrofa del poeta florentino, en específico al segundo y tercer verso: «mi ritrovari per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita» (dio con una selva oscura tras perder el camino recto). A Dante, como a su modo a otros clásicos también, entre quienes cabría citar a San Agustín, el extravío los arrojó a una imaginaria selva oscura. Yo soy partidario de ellos, sin duda alguna, no por no tomar gusto de la diversión y la sorpresa, de la aventura y la ocasión, sino por encontrar en el orden racional de la existencia, tocado por el espíritu del humanismo renacentista, la fuente más robusta de entretenimiento y placer. No hay nada como el orden, podría subrayar.
El orden acaso sea la única condición que pueda manipular a su antojo el caos, para tornarlo un ayudante, al modo de los genios de las lámparas, que insufle con su magia la serenidad de la vida. El azar, aquí llamado caos, también actúa a nuestro favor, cuando hemos preparado nuestro recinto para brindarle acogida. Con la confianza, resulta posible escribir versos como los de Luis Frayle, en la revista salmantina Papeles del martes, 73 (junio, 2025): «Nos lanzamos a abrazar la figura que / siempre perseguimos / y otra vez se resbala, como el agua, de mis brazos.» Si una persona ha depositado su confianza en otra, esta última, quizá sin quererlo, habrá contraído un compromiso. Por esta razón, probablemente, más que depositar confianza como signo de amistad convendría, en cambio, dejar que la otra persona, palmo a palmo de la vida, demuestre cuánto ha atesorado de una, uno. Esto comunicaría aprecio por el prójimo, no confianza en él. El prójimo, finalmente, en lugar de haber recibido la confianza, la habría ganado sin compromiso alguno.
torres_rechy@hotmail.com

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