“La libertad de opinión es una farsa si la información sobre los hechos no está garantizada.”
HANNAH ARENDT
“Las dictaduras quieren un poder opaco y un ciudadano de cristal; las democracias, un poder transparente y un ciudadano opaco.”
ALAN WESTIN
Cada año, al celebrarse el Día Mundial de la Ética, el calendario nos invita a una pausa poco frecuente: pensar en el valor de lo que decimos y hacemos. No es una fecha con desfiles ni consignas, sino una jornada que nos recuerda que la dignidad humana se mide, entre otras cosas, por la calidad de su palabra. En tiempos de ruido y vértigo, cuando la comunicación parece confundirse con la velocidad y la verdad con la opinión, detenerse a reflexionar sobre la ética es casi un acto de resistencia: una forma de volver a lo esencial, de recordar que hablar y escuchar siguen siendo los gestos más humanos que nos quedan.
Vivimos en una época en la que la palabra se ha vuelto frágil. No porque haya perdido su poder, sino porque se ha desbordado. La comunicación, en su expansión ilimitada, ha multiplicado las voces, pero ha diluido el sentido. En el ruido continuo de redes y pantallas, lo que debería unirnos se convierte en un campo de batalla simbólico donde la verdad se fragmenta, la ética se relativiza y el diálogo se sustituye por el espectáculo. Quizá nunca habíamos hablado tanto, pero tampoco nunca nos habíamos escuchado tan poco. En este contexto, volver a pensar la relación entre ética, comunicación y verdad no es un lujo filosófico, sino una urgencia humana.
Decir algo verdadero no es solo transmitir hechos, sino situarse en el mundo con coherencia. Toda comunicación tiene una dimensión moral, porque no se trata únicamente de informar, sino de construir sentido compartido. En el origen del lenguaje está el deseo de comprender y de ser comprendido, y en esa reciprocidad se juega la dignidad de las personas. Como escribió Martha C. Nussbaum en La fragilidad del bien, “la excelencia humana crece como una vid, nutrida del fresco rocío y alzada al húmedo cielo entre los hombres sabios y justos”: la palabra florece cuando está sostenida por la verdad y la justicia, cuando no teme mostrarse vulnerable. La comunicación, igual que la ética, se marchita cuando se encierra en la autosuficiencia o en la arrogancia.
Nuestra cultura mediática ha convertido la palabra en mercancía. Los algoritmos premian la emoción antes que la razón, y el escándalo antes que la serenidad. En este escenario, la mentira deja de ser una excepción para convertirse en estrategia. Se miente para seducir, para conservar atención, para moldear el relato. Y, sin embargo, cada vez que una sociedad acepta que la verdad es solo una cuestión de perspectiva o conveniencia, algo esencial se resquebraja: la confianza. La ética, sin verdad, se reduce a cálculo; la comunicación, sin confianza, se convierte en manipulación. Recuperar la palabra verdadera exige una forma de coraje moral: el valor de no mentir aunque resulte rentable.
Hannah Arendt escribió que los hechos son obstinados, pero los hombres son poderosos, y cuando el poder se emancipa de la verdad, el espacio público se convierte en teatro. Hoy asistimos a esa teatralización de la política y la información: líderes que no dialogan, sino que representan; ciudadanos que no escuchan, sino que reaccionan. La comunicación se confunde con la propaganda, y la ética con la estética. En ese juego, la verdad estorba porque limita la manipulación. Pero sin verdad no hay libertad, solo consumo de ficciones. La responsabilidad ética no pertenece solo a quienes tienen poder; también incumbe a quienes hablan y escuchan cada día. La mentira no destruye solo la confianza del otro, sino también la identidad propia: quien miente con frecuencia acaba sin saber quién es.
Nussbaum observó que el ser humano es simultáneamente agente y paciente: actúa, pero también sufre y depende. Esa condición dual se refleja en la comunicación. Hablar no es dominar, sino exponerse; escuchar no es pasividad, sino apertura. En el diálogo auténtico no hay vencedores ni vencidos, sino un espacio compartido donde se busca comprender lo real. Por eso la ética de la comunicación no consiste en imponer una verdad, sino en construirla entre varios. La verdad que se impone se vuelve dogma; la que se comparte se transforma en comunidad. Solo desde esa comunidad puede florecer una vida pública libre.
La crisis de la verdad no es solo un problema informativo, sino espiritual. La llamada “posverdad” no es un fenómeno nuevo, sino la expresión de una vieja pereza moral: la renuncia a responsabilizarnos de lo que decimos. Una sociedad en la que la palabra ya no tiene peso es una sociedad donde todo puede justificarse. Cuando el discurso se vuelve cínico, la mentira se normaliza y la ética se reduce a gesto. Pero la verdad no es un adorno moral: es el suelo sobre el que camina la justicia. Sin verdad no hay compasión, porque nadie puede ponerse en el lugar del otro si niega la realidad del otro.
En este sentido, la ética de la comunicación exige tres virtudes olvidadas: lentitud, claridad y coherencia. Lentitud para pensar antes de hablar, porque la prisa es enemiga de la verdad. Claridad para nombrar las cosas sin eufemismos, porque la opacidad del lenguaje es una forma de poder. Coherencia para que lo que decimos y lo que hacemos no vivan en mundos distintos. La palabra ética no es la más brillante ni la más viral: es la que resiste la prueba del tiempo y del respeto.
El pensamiento de Adela Cortina resulta aquí esencial. Su ética mínima nos recuerda que el diálogo solo es posible si existen mínimos de justicia compartidos: reglas que protejan la verdad y la dignidad sin imponer un credo. “Sólo se considerarán normas justas —escribe Cortina— las queridas por los afectados tras un diálogo en condiciones de simetría”. Esta frase podría ser el lema de toda comunicación democrática: que nadie quede sin voz, que nadie sea tratado como medio, que la razón y la cordialidad sean inseparables. Cortina habla de una “razón cordial”, una razón que argumenta, pero también comprende. Sin esa razón, la comunicación se convierte en combate y la verdad en botín.
Frente a la lógica del impacto, la ética propone la lógica del sentido. No se trata de hablar menos, sino de hablar mejor; no de callar, sino de cuidar. Cuidar la palabra como se cuida un jardín: evitando que la maleza del odio y la desinformación asfixie la vida común. La verdad no necesita trompetas, pero sí cuidados. Pensar, cuidar, comprobar: tres verbos humildes que podrían regenerar el espacio público si los tomáramos en serio. Pensar para distinguir hechos de opiniones; cuidar para evitar el daño gratuito; comprobar para no propagar falsedades.
Como escribió Antonio Machado, “se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa”. Inventarla bien —con rigor, con compasión, con coraje— es el trabajo ético que nos toca en esta época de ruido. Porque al final, ética, comunicación y verdad no son tres disciplinas separadas, sino tres nombres de una misma tarea: sostener, palabra a palabra, la posibilidad de seguir confiando los unos en los otros. Esa confianza es la raíz de toda comunidad. Si la cuidamos, quizá el mundo, incluso en su caos, vuelva a hablarnos con claridad.