Tomé unas notas manuscritas y las esparcí en la alfombra, como semillas mágicas que al caer leyeran unas suertes virgilianas.
«La forma es el mensaje» —palabras más, palabras menos, todas y todos conocemos la expresión.— En China, se dice que la limpieza viene aparejada de la buena suerte. Vestirse bien —me parece haber leído en Xiaohongshu—, atrae buena fortuna. Los expertos en literatura, ponen de relieve la forma material de la poesía como un vehículo objeto de atención casi en sí mismo, al margen del contenido, creo haber escuchado en una discusión. En otra parcela del conocimiento, los residuos sólidos urbanos (basura), suele decirse que la basura nace de la revoltura.
En el área de la filosofía —cito a Byung-Chul Han, quien a su vez cita a un filósofo alemán—, los objetos materiales personales comportan una dimensión existencial que va más allá de su propia materia: constituyen extensiones reales del propietario, quien deposita en ellos, y a la vez recoge, una suma de memoria y vivencias que en nada se diferencian de los recuerdos y experiencias que podría evocar por medio de la palabra. La distinción clara y precisa de los objetos, entonces, como resultado de una acción consciente sobre ellos, constituye una dimensión cotidiana de nuestro paso no solo por el mundo de las letras, sino también por el que perciben nuestros cinco sentidos.
Un hecho físico que suele pasar desapercibido es el referido por pensadores como Jean Robert, es nuestra forma de relacionarnos con el entorno. Para el arquitecto y pensador Suizo, autor de Los cronófagos (2020), el “lugar” no se reduce a un espacio euclidiano abstracto, medible y cuantificable, anónimo, sino que responde asimismo a la creación de la mujer y el hombre que lo camina y, de ese modo, a través de las plantas de los pies, lo hace suyo. Unos días atrás, cuando nosotros caminábamos de regreso a casa en Nanjing, China, a altas horas de la noche, en una calle estrecha y poco iluminada nos llamó la atención la figura de un gato acurrucado contra el poste de luz. Al movimiento de sus orejas le siguió el de la cabeza, y al de la cabeza el de los ojos, que se clavaron con un rictus felino en los nuestros. Nos acercamos a él sin parpadear, deseábamos que no se ocultara detrás de las sombras, era tan mono. Se dejó acariciar. Reclinaba su cabeza a un costado. Se dejó tomar una fotografía, incluso. Las dos o tres personas que pasaron a mis espaldas echaron un vistazo al gato también y siguieron su camino. La medianoche había refrescado. La luna, plateada y redonda, pendía de lo más alto del cielo. Jean Robert, dije. Le dije eso al gato, —Jean Robert.
Si nosotros vivimos en un pueblo o una ciudad con calles y avenidas, con callejones y recovecos, no nos resultará difícil entender lo que decimos. Cada espacio, cada lugar, mejor dicho, responde a una apropiación humana que hace suyo un territorio, para bien o para mal. Como nosotros no estamos interesados en el mal, no hablaremos de apropiaciones humanas, o de sociedades anónimas, que se cargan bosques de niebla para construir centros comerciales, ni mencionaremos nada de otras empresas que redirigen el cauce natural del agua para un beneficio propio, ajeno al bien común. La justicia distributiva, al menos por ahora, la dejaremos en manos de otras personas competentes. Nosotros hablaremos del gato, del perro de la calle que siempre está ahí, del señor que lava los carros, del policía que nos saluda con respeto o del policía que vive en otra ciudad y nosotros no conocemos. Hablaremos de los grafitis, de los cerillos de los supermercados, del señor de la tiendita de la esquina, quien con su dinero ganado de un modo responsable nos ayudará a solventar, de manera expedita, una deuda.
El espacio urbano comporta una semiótica infinita. Detrás de esa semiótica aparente, además, se esconde otra semiótica más, reservada para los menos, que es la de la trama secreta que discurre de boca en boca, u oído en oído, de vendedor de billetes de lotería a músico de la marimba, de los limosneros de las iglesias a los vendedores ambulantes o los recolectores de base, de los taxistas a los empleados de las oficinas. El mundo que nos es dado percibir a través de los cinco sentidos, a ojos vistas, resulta limitado, sesgado. Aquí en China, existe una forma de hablar que representa, a los ojos del extranjero, esa segunda, o tercera, o cuarta capa de significado cifrado: las conversaciones sostenidas llevando la mano a la boca, en susurro, con la mirada de reojo. También esto se lo dije al gato, —Jean Robert, semiótica infinita, miau.
La expresión que agregué al final de mi parlamento con el gato, “miau”, no fue porque haya leído a Pérez Galdós, autor que mi librero mexicano y su cónyuge enaltecen cada dos por tres (la última vez me hablaron de Misericordia); le dije miau para asegurar que me entendiera, para establecer contacto de una manera clara y precisa. El sonido de la palabra hablada nos torna más humanos, el lenguaje de señas, para el caso de los sordomudos, lo mismo. Sin esa comunicación de adentro afuera, y viceversa, la mujer y el hombre se encuentran incompletos, no terminan de hacerse, quedan como yo, a medio camino, aquí en China donde, a semejanza de los gatos, uso las orejas, los bigotes y el maullido para terminar de darme a entender. El gato desvió la mirada, se acurrucó de nuevo junto al poste. El grupo de personas ya daba la vuelta a la esquina de la calle, allá donde la luz se volvía más clara. Yo salí de las sombras también. Miré la fotografía del teléfono. El gato, sin que yo lo percibiera, me había sacado la lengua.
Retomando el concepto de semiótica infinita, me gustaría poner de relieve, ahora cuando la columna escrita en Word se acerca a las 888 palabras, la ingeniería, o el artificio existencial, que subyace a cada una y uno de nosotros. Pondré un ejemplo. ¿Alguna vez, alguna persona les ha escrito a sus teléfonos con insistencia, provocando que ustedes no respondan? Finalmente, al cabo de una semana, ¿le han contestado y han visto que no ha vuelto a mandar ningún otro mensaje? ¿O alguna vez se han decidido a hacer el favor que con tanta insistencia les habían pedido, para ver que al cabo la otra persona ni siquiera responde? Esa trama invisible también articula multitud de resortes, tornillos, bandas, engranajes, aceite. Cada cabeza es un mundo, suele decir la gente en español.
De las tres fotografías que le hice al gato, una salía borrosa. Esa fue la que subí a mis redes sociales. Como nota de la descripción, puse “miau” (omití al pensador suizo y la semiótica infinita). A la mañana siguiente, tenía un par de comentarios. Uno venía acompañado de otra fotografía. Decía “miau” también. Otro cibernauta, de nombre Juan Angel, me remitía una entrada de su blog cultural y humanístico, titulada Una bibliografía alrededor del mundo Le contesté que tomaba nota y a la primera de cambio lo leía. Le eché una mirada de abajo. Las fotografías lucían interesantes. Eran lugares (no espacios) que resultaban atractivos.
De esta manera, todavía con la entrada de Juan Angel por leer, fue como me senté a escribir esta columna, que todavía no sé cómo redactar. La verdad, es que sé qué decir, pero si lo cuento las y los lectores me tomarán por un cuentacuentos. No fue un cuento lo que me sucedió, en realidad. Fue un hecho imprevisto, imprevisible. Caminando por el mismo callejón del gato, pero de día, doblé en la esquina por donde las personas habían girado aquella noche. Una larga hilera de cipreses custodiaba una barda de igual longitud. Eran las 2:45 p. m., en punto (lo sé porque había programado la alarma para enviar un archivo a esa hora). El viento soplaba entre unas plantas de bambú no lejos de ahí. Escuché el sonido de las hojas, melódicas, revueltas, concordes. Supe que yo también estaba en ese lugar, que mi presencia no pasaba desapercibida, que el entorno me modificaba a mí, así como yo interactuaba con él, siquiera mediante la respiración. Supe que el hecho de ver reportaba en sí un suministro de existencia asimismo infinito. Me imaginé, ese mismo día por la noche, el rostro de una persona querida asomado por la ventana de casa, aparecido, empapado por la lluvia. Supe, además, que la imaginación, debido a un encanto que por ahora preferimos omitir, no queda fuera de lo que en términos prácticos llamamos realidad.
La mañana siguiente, metí un par de camisas que el viento había tirado al suelo del patio. Las tendí dentro. Retiré unas hojas de la repisa de la ventana. Puse una piedra que había llevado del río junto a unas aguas termales. Limpié el cristal de un retrato de dos personas queridas, que parecen asistir a una ceremonia. Fue entonces cuando me tumbé en el sofá y me dispuse a leer Una bibliografía alrededor del mundo. Desconecté la entrada análoga del teléfono rojo en la mesa del sofá, para no recibir distracciones. Toqué en una aplicación del teléfono un nocturno interpretado por Rubinstein. Tomé unas notas manuscritas y las esparcí en la alfombra, como semillas mágicas que al caer leyeran unas suertes virgilianas, para tornar más oscuro, o claro, si cabe, el símbolo (¿infinito?) de la creencia en la vida.
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