OPINIóN
Actualizado 02/10/2025 08:33:26
Álvaro Maguiño

Estamos varios reunidos en torno a una mesa redonda que no se presta más que al encuentro. Careciendo de angulosidades, nuestras vocales pierden la inocencia verde que caracterizaba a las pizarras de infantil. No existe ya ese aprendizaje fundamental de la palabra en nuestro día a día. En su lugar, cultivamos una afinidad por lo redicho y lo difícil que es transitar por el camino. Estamos varios reunidos en una mesa compartiendo la vida profesa y comulgante de aquellos cuyo lenguaje colapsado se compromete a la calma y olvida las bromas de las provincias.

En la mesa se está imprimiendo la luz de las farolas y dibuja en nuestros rostros la incipiente falta de tiempo. El ritmo lento de la noche avanza amenazante sobre la ciudad de provincias como si fuera una retórica barata. Cuando vuelva al día, todo seguirá en su lugar. Nuestra cama permanece sobre el suelo, la habitación sigue desordenada, nuestras expectativas se mantienen invariables y provinciana se mantiene nuestra identidad. Desde la mentalidad cosmopolita y, supuestamente, desclasada, el matiz provinciano se ve como pura “catetada”, como incapacidad de razonamiento lógico o gusto naíf por la alegada mala vida.

A ingenua colación provinciana alguien ha sacado a la palestra el espinoso tema tabú que preferimos marginar: el futuro. Quizás el hecho de que recordamos con ahínco es lo que nos hace caer constantemente en este tema. Que recordamos la ciudad en la que hemos crecido con las típicas asunciones sobre las relaciones paternofiliales. Es tópico: es tomar la tierra como una madre a la que se vuelve inconstantemente, con la deuda sentimental y la culpa de atornasolado cristianismo. Y es un juego frecuente: la provincia aparece como un recuerdo doloroso a la par que luminoso. Todos aquí han querido sortear las grandes ciudades y han preferido un pequeño terruño en el corazón urbano vaciado de sentido, pero no de sentimiento. Alegan una vida mejor, un ritmo menos frenético y sencillo y una forma social mucho más íntegra sin el intento impostado y “lazarillesco” de la escalera de influencias. Se amparan en una ciudad que vive de su pasado y se muestra incapaz de sugerir una suerte de profecía o de ligera visión semejante a la esperanza. En el color de nuestras vidas, que es de un precioso beige rosado a las ocho de la mañana, no caben el asfalto ni las fachadas estucadas. Solo ese amor, creemos cierto, por la idea del hogar proporcionada por la calma y la sensación de una vida verdadera. Con el alma envejecida de la cama más cálida y los brazos más estrechados. Con la tangente personalidad del que olvida los días de la semana. Con los tímidos mensajes mañaneros de la ciudad de provincias que promete sin perdonar la falta de fe.

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