Estoy escribiendo esta columna el día sin coches de mi ciudad. Ha salido lluvioso así que no solo estamos sin coches por las calles sino también sin esos miles de ciclistas de un solo día que aprovechan para sacar la bicicleta que no sale del garaje el resto del año. Este es un país llano y de tradición ciclista, pero Bruselas, con sus cuestas y su tráfico continuamente embotellado, no se presta mucho a la euforia bicicletera a la que ahora se han unido los usuarios del patinete electropropulsado que suben y bajan por las aceras llevándose por delante todo lo que encuentran, especialmente gente de una cierta edad. Tendrán su día algún día, seguro.
Porque en esta era de la opulencia, hemos descubierto lo de conmemorar celebrando la escasez: como sobran coches, festejemos el Día Mundial sin coches; ¿que ya no es bueno comer tanta carne?: el 20 de marzo es el Día Mundial sin carne como en ese mismo mes, su primer viernes, que quizás sea de Cuaresma según los años, también es el Dia Mundial sin móvil, aunque me temo que de este último nadie se da por enterado. ¿Que no pueden ustedes esperar hasta la primavera para privarse de algo y ser solidarios por decreto de calendario?: no se preocupen, el 16 de octubre es el Día Mundial de la alimentación. ¿Será que ese día no hay que comer? ¿O comer más? No me queda claro. El 8 de noviembre es el Día Mundial sin Wifi, que dudo que casi nadie celebre y el 15 de noviembre el Día Mundial sin alcohol en el que, de todas maneras, tampoco cierran los bares así que de poco sirve. Si quisieran ustedes más datos les aseguro que hay días mundiales para dar y tomar, de cosas, causas, vicios y enfermedades; y que si editaran un calendario con todos ellos y tuviéramos que hacerle caso como le hacían caso nuestras abuelas al santoral del día según se levantaban y arrancaban la hoja diaria en la cocina, estaríamos viviendo en una privación continua de todo, y no es el caso.
Todos los días es el día dedicado a algo, alguien o alguna causa y, a pesar de ello, seguimos padeciendo de sobreabundancia, inundados de basura, criando niños que ya no saben mirar un mapa de ciudad ni reconocer un jilguero volando, llenando los garajes de trastos viejos electrónicos que tienen dos años de vida útil e inventando tiendas de galletas para perros y contratando a pobres desempleados para que se disfracen de gorilas o de Super Mario en pleno verano y se paseen por la Gran Vía de Madrid. Por seguir inventando días mundiales, no sé si existe el de la madre de familia a quien nadie le hace ni caso, el del profesor de adolescentes descerebrados o el del bombero forestal solo para cuando hay incendios gordísimos. Y puestos a crear días mundiales para no hacerles ni caso (yo la primera, me acuso) qué les parece si creamos el de los habitantes de los pueblos sin médico, el de los ciudadanos que jamás se comprarán un piso (“jamás” es palabra obligatoria) o el de los economistas e ingenieros que trabajan de reponedores en el supermercado. Aún tendríamos fechas para colocar el día mundial del cuidador del pariente enfermo, el de habitante de territorios en guerra donde nunca llegará la paz o el del empresario hostelero que se queja de que no hay camareros; puestos a no hacer caso, el calendario de los días mundiales puede caer dentro de lo grotesco, si es que no ha caído ya.
Todos los días hay un motivo para celebrar “el día de”, andamos un poco desajustados en cuanto a los días que celebramos y la causas que lo merecerían, pero como tampoco les hacemos mucho caso cuando se celebran, de poco sirve inventarse unas nuevas. Quizás podríamos hacer tabla rasa de esos calendarios y días mundiales y aplicarnos una simple máxima consistente en un día de cada dos (y fíjense, ni siquiera todos los días) ser solo amables con el prójimo y respetuosos con sus opiniones divergentes (no hace falta compartirlas y menos aún darle al “like”) con eso ya ganaríamos seis meses de tranquilidad cada año. En estos tiempos recios, ya es mucho.
Concha Torres