OPINIóN
Actualizado 26/09/2025 07:58:45
Ángel González Quesada

En los últimos años, la sociedad occidental ha experimentado una preocupante regresión anticientífica que amenaza los cimientos del progreso y el bienestar colectivo. Y amenaza, hoy ya muy directamente, la vida de las personas, especialmente con el desprecio hacia la lucha contra el cambio climático que, inconscientemente o al revés, que es peor, mantienen los que, con el abrigo a esta regresión, se convierten en los machadianos “mala gente que camina y va infectando la Tierra”. Frente a los avances logrados gracias a la investigación y la evidencia empírica, se observa hoy un resurgimiento de teorías conspirativas, negacionismo y desprecio hacia el conocimiento científico. Esta situación, lejos de ser anecdótica, representa un peligro real para la salud pública, la educación y la convivencia democrática.

El fenómeno de los bulos y la desinformación, como la difusión de teorías antivacunas, el negacionismo climático o los remedios milagrosos contra enfermedades graves, demuestran la capacidad de las falsedades para calar en amplios sectores de la población. Esta desinformación no solo confunde, sino que pone en riesgo vidas y dificulta la adopción de políticas basadas en la evidencia. La velocidad y el alcance con los que circulan estos bulos, potenciados por la inmediatez de las redes sociales, convierten la mentira en un formidable enemigo de la razón.

Uno de los episodios más ilustrativos de esta regresión anticientífica fue protagonizado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante la pandemia de COVID-19, cuando sugirió públicamente el uso de remedios sin base científica, como la inyección de desinfectante o el uso de medicamentos no aprobados para tratar el coronavirus. En las últimas fechas, y coreado por la más cerril reacción política, sus recomendaciones sobre el uso del paracetamol y otras medicinas, contribuyen a aumentar la desorientación y, siempre, a aupar el anticientifismo. Estas “recomendaciones” tuvieron consecuencias directas: miles de personas buscaron información sobre estos remedios, algunas incluso los probaron, con resultados altamente nocivos, tanto de muertes como aumento de la presión en los sistemas sanitarios para luchar no solo contra la enfermedad sino contra las consecuencias de la desinformación.

Las redes sociales han democratizado el acceso a la información, pero también han facilitado la difusión masiva de bulos. En particular, los usuarios menos involucrados en la vida social o científica son especialmente vulnerables a la influencia de mensajes simplistas, sensacionalistas o directamente falsos. El aislamiento, la falta de pensamiento crítico y la búsqueda de respuestas fáciles en un mundo complejo, convierten a estas personas no solo en ignorantes, sino en víctimas de su ignorancia. El algoritmo de las plataformas, que prioriza el contenido viral sobre el veraz, contribuye a que los mensajes anticientíficos encuentren eco y refuerzo en comunidades cerradas y polarizadas.

Se desconoce que el avance científico requiere un esfuerzo sostenido, años de formación, trabajo meticuloso y una financiación estable. Sin embargo, la percepción social tiende a minusvalorar el papel de la Ciencia, como si los descubrimientos fueran fruto de la casualidad o de genialidades aisladas. Esta ignorancia se agrava con los recortes presupuestarios que, desde hace años, afectan a la investigación en numerosos países, y en España es especialmente sangrante, indignante e inadmisible el trato que, en general, las administraciones públicas dan a la Ciencia y a los científicos e investigadores. La falta de inversión, la burocratización excesiva o la minusvaloración de la investigación básica y permanente, no solo impide la generación de nuevo conocimiento, sino que provoca la fuga de talento y el estancamiento del progreso. Mientras tanto, se destinan ingentes recursos a proyectos o iniciativas políticas de dudosa utilidad o directamente destinadas a manipular la realidad electoral inmediata, evidenciando una preocupante falta de prioridades o, peor, una flagrante negligencia para la gestión pública.

La responsabilidad de ciertos sectores políticos, especialmente de la derecha y la ultraderecha, en el auge del desprecio hacia la Ciencia, es evidente. Estos grupos, mediatizados, condicionados y hasta correveidiles de grandes grupos económicos y lobbys de presión para el logro de beneficios empresariales privados, en su afán por defender esos intereses económicos, y también ideológicos o electorales, han promovido discursos negacionistas, cuestionado la labor de los científicos y recortado sistemáticamente los presupuestos de investigación. La estrategia es clara: desprestigiar el conocimiento experto para legitimar políticas regresivas y consolidar una base social acrítica. Promover a cargos decisorios políticos, en materia científica o en los canales de su financiación, a verdaderos ignorantes, incompetentes, negligentes o directamente negacionistas científicos, como sucede en muchos ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, es una bellaquería intolerable desde cualquier óptica moral o de sentido común.

Resulta imprescindible reivindicar el respeto a la Ciencia y a quienes la hacen posible. Es urgente aumentar los presupuestos de investigación, priorizando el conocimiento frente a los intereses partidistas, las presiones economicistas privadas o los proyectos de lucimiento. Solo así podremos garantizar una sociedad informada, crítica y capaz de afrontar los retos del presente y el futuro y hacer de la defensa de la Ciencia no una cuestión secundaria ni partidista, sino una obligación ética y política que hoy, además, ya incluye nuestra propia supervivencia.

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