OPINIóN
Actualizado 25/09/2025 08:15:50
Tomás González Blázquez

“Yo sólo vengo para recetas, le quito poco tiempo…”. “Es para que me active el tramafentametaparafeno, que ya no me sale en la tarjeta…”. “Quiero que me ponga el envase grande, que si no, no me llega, y me voy a ir dos meses…”. “Y además de estas, el Porsiacasol Forte Plus, para tener para cuando…”. “Me las firme, haga el favor, pero no ponga fecha…”.

La prescripción de medicamentos, tan cotidiana en las consultas de los centros de salud y los hospitales, fundamentalmente a cargo de los médicos, desde hace un tiempo también por parte de los profesionales de la enfermería en determinados casos, y con su complemento necesario en la dispensación por parte de los farmacéuticos, va más allá, mucho más, de una firma, ya sea con bolígrafo o electrónica, si es que el sistema no deja en suspense la ceremonia prescriptora.

La mañana del miércoles pasado, como me ocurriera con el artículo anterior, otra coincidencia en el tiempo volvía a inspirarme el tema de la columna. Prácticamente a la vez, a mi compañera y amiga Teresa le cuestionaban una prescripción y en otro ámbito donde varios colegas compartimos casos clínicos, para mejorar nuestra asistencia a los pacientes, también se compartía una denegación de visado para la prescripción de otro medicamento.

Ya es un clásico de este sitio acudir al Código de Deontología Médica, tan vilipendiado últimamente por la legislación española, como si no fuera fruto de siglos de profesión, en claro contraste con la inconsistencia de tantos textos legales vigentes, dictados por el oportunismo o desde meros postulados ideológicos. Establece su artículo vigésimo que “la prescripción es un elemento esencial del acto médico, por lo que el médico es responsable de realizarla”. Se reivindica, lógicamente, “la libertad de prescripción”, que habrá de atenerse a “la evidencia científica, las indicaciones autorizadas y la eficiencia”. Continúa el mismo artículo, en sus sucesivos epígrafes, refiriéndose a las relaciones con la industria farmacéutica, el control del gasto, los incentivos, las recomendaciones, los conflictos de intereses…

En una ética de la prescripción hemos de acudir a los cuatro principios de la bioética. El de no maleficencia, que nos lleva a considerar el riesgo-beneficio de la indicación de un medicamento (la ausencia de riesgo no existe) y priorizar la seguridad (mejor estar a la penúltima… o a la antepenúltima). El de beneficencia, pues no podemos buscar sólo la eficacia sino también la efectividad, lo mejor para el paciente, para nuestro paciente en concreto, que igual no encaja en el perfil de tal o cual estudio. El de autonomía, por supuesto, ya que la indicación terapéutica no deja de ser un consejo del médico que el paciente acoge… o no. Y el de justicia, que nos lleva a adentrarnos, en cada acto médico, en ese mar donde conviven la eficacia y la equidad en la gestión de los recursos.

Como profesionales médicos, hemos de preguntarnos a partir de esos principios, entrelazados cada mañana o cada tarde en la consulta. Sobre nuestros hábitos y costumbres en la prescripción: ¿los revisamos o caemos en la rutina?, ¿nos actualizamos?, ¿obramos con ciencia, prudencia y conciencia? Sobre nuestra comodidad: ¿preferimos atender toda petición del paciente o deliberamos con él para intentar explicarle?, ¿prescribes en tu consulta hospitalaria o usas de secretario a tu colega del centro de salud? (lo tenía que escribir, compañeros, aunque la mayoría ya no sois así). Sobre nuestra integridad: ¿nos dejamos llevar por alguna prebenda de laboratorio?, ¿agachamos la cabeza y pactamos objetivos con una administración sanitaria que busca el ahorro cortoplacista que llaman productividad? Sobre nuestra profesión: ¿nos guiamos por su deontología por encima de otras cuestiones mucho más circunstanciales y menores?, ¿la defendemos?, ¿nos dejan ejercer el acto médico con la libertad que requiere?

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